por Enrique Collazo
El Partido Liberal Autonomista (PLA) fue fundado en agosto de 1878, tras el final de la Guerra Grande, y disuelto en 1898. A pesar de haberse enfrentado en bloque a la insurrección independentista y de haber mantenido una doble lealtad --a Cuba, primero, y al vínculo con la metrópoli española, después—, asumió el papel de representante de los intereses insulares, tanto económicos como políticos, en la llamada «tregua fecunda». Sus principales líderes fueron José María Gálvez, Eliseo Giberga, Antonio Govín, Enrique José Varona, así como Antonio Zambrana y Miguel Figueroa, veteranos de la Guerra de los Diez Años, lo cual expresa la porosidad de las fronteras ideológicas entre autonomismo e independentismo.
Para Juan Gualberto Gómez, el autonomista era un auténtico partido cubano pues «representaba a la verdadera clase media de Cuba» y fue el único que supo desarrollar una admirable campaña de propaganda y organización, defendiendo las «soluciones más racionales» dentro del marco de la soberanía española. A pesar de ello, el rechazo a la insurrección resultó argumento suficiente para desacreditar a los autonomistas, opinión fortalecida por algunos juicios de José Martí, que se resistía a creer que el espacio público liberal fomentado por el autonomismo «unificase el país» y «organizara el alma cubana» con mayor efectividad que la guerra y la revolución.
Quizás el logro más importante de este partido fue activar la lucha política y formular un programa coherente y viable en pos de un régimen autonómico que apuntaba estratégicamente hacia la plena soberanía. Para ellos se trataba de que madurasen las premisas subjetivas que contribuyeran a «crear costumbres políticas, pues con un país que no tiene sentido político ni espíritu público no se va a ninguna parte». Asimismo, reconocían la necesidad de «enseñar a la gente civismo y quitarles el miedo a pronunciarse, asegurando en Cuba el orden y la justicia, el amor inextinguible al derecho, el odio a la tiranía, la voluntad de no aceptarla jamás, así como la energía y la moderación del ciudadano».
Rafael Montoro, otro de los líderes más prominentes del autonomismo, denunciaba en 1882 que el régimen que padecía Cuba se basaba en el «absolutismo de los gobiernos militares y en el sistemático desconocimiento de los derechos del hombre y del ciudadano», razón por la cual afirmaba que los problemas de la Isla no podían ser abordados sin tener en cuenta los obstáculos que se oponían a una convivencia política de signo democrático, postulado que conserva una increíble actualidad.
Los autonomistas asumieron todos los riesgos que suponía mantener una postura política alejada de la polarización extrema entre los revolucionarios independentistas y el integrismo más feroz, agrupado en los llamados grupos de voluntarios y en el Partido Unión Constitucional. Los primeros les reprochaban su retraimiento, mientras que los últimos les adjudicaban el calificativo de «laborantes separatistas» de «guante blanco». Posicionarse en semejante encrucijada histórica fue lo que llevó a Juan Gualberto Gómez a expresar que, ante la incapacidad del PLA para llevar su impulso político a algún resultado concreto —frustrados por no quebrar mediante la persuasión la intransigencia de la metrópoli—, serían entonces los partidarios «de procedimientos más radicales y de actitudes más viriles» quienes capitalizarían ese impulso político.
A juicio de Manuel Sanguily, si la propaganda autonomista resultó estéril de cara a España, sirvió, en cambio, para «transformar, aun sin quererlo», el espíritu cubano. Sin cuestionar la soberanía española, la tribuna autonomista contribuyó a concienciar al pueblo cubano sobre el estado de descomposición del régimen colonial, creando el clima propicio para el levantamiento de 1895.
En definitiva, tanto el proyecto político radical independentista, la república «con todos y para el bien de todos» de Martí, como el programa evolucionista y moderado de la elite autonomista, fracasaron tras la irrupción del intervencionismo norteamericano. Durante la ocupación militar se exacerbó la polémica entre antiguos posibilistas y revolucionarios. Mientras que estos culpaban a aquellos de pusilánimes y falsos patriotas, los primeros acusaban a los independentistas de pretender monopolizar el sentimiento patriótico por medios demagógicos y empeñarse en configurar una nueva oligarquía cuyas hazañas militares les permitirían imponer un imaginario nacional según el cual Cuba no era la patria de los cubanos sino, exclusivamente, la patria de los revolucionarios.
Llegados a este punto, la pregunta que cabría hacerse es: ¿Acaso hemos avanzado algo de entonces acá, sobre todo después del triunfo en 1959 de la racionalidad ética emancipadora? La misma, por medio de ideologemas tales como «la conciencia revolucionaria», «el hombre nuevo» y «socialismo o muerte», entre otros, nos ha situado al margen de la modernidad, conduciéndonos a la disgregación de la nación, la destrucción de la familia y a un retroceso de medio siglo en nuestro desarrollo. Entonces, ¿no es hora ya de apelar al valioso legado del pensamiento liberal cubano y construir de forma pacífica un país donde la convivencia entre personas de diferentes credos políticos sea posible, y en el cual se respete el derecho de cada quien a buscar su camino hacia el bienestar material y la felicidad?