por Armando Añel
El dilema de la cubanidad se reproducía una vez más, metafóricamente hablando, en una noticia de Prensa Latina fechada en 2008. Supuestamente, produjeron en su momento la vaca que daba más leche en el mundo (Ubre Blanca), y no pudieron comerse tranquilamente el huevo más grande del planeta (según afirmaba la nota). Salieron a agitarlo como una bandera.
¿Qué es primero, lo cubano o su supervivencia? Sin ser, lo cubano no puede sobrevivir, pero para sobrevivir –para avanzar, única forma de sobrevivir decentemente— necesita dejar de ser lo que ahora mismo es. Convertirse en algo más flexible, humilde, moderno, inclusivo, tolerante. En un sentido pragmático, relajadamente multicultural. ¿Luego entonces qué es primero, el huevo o la gallina?
El ser cubano es un producto de la diferencia. La diferencia amalgamada, rociada por los cuatros costados con el agua de todos los continentes. Chinos, españoles, africanos, indígenas; pero también judíos, ingleses, franceses, eslavos, moros y un largo etcétera. La aceptación de la diferencia, la convivencia natural entre distintos, debiera ser el santo y seña de esa Isla. ¿Cómo es posible que un pueblo así se niegue a echar por la borda el lastre de su soberbia, de su nacionalismo oscurantista?
Cuba es la diferencia en perpetua mezcla, lo terrenal en su versión más impura y, por lo tanto, más completa… y cómo lo desperdiciamos. Hasta 1959, la Isla reflejó en Latinoamérica el desarrollo norteamericano, y con ello la modernidad. Pero la vocación de universalidad que alimentaba el espíritu nacional, o que debió alimentarlo, se dio de bruces, ya derrocada la dictadura batistiana, con su supuesta interpretación y/o instrumentación. En un sentido sociológico, el castrismo fue el altavoz a través del cual se expresó, y todavía se expresa, lo peor de la nación cubana.
Cuando en 1959 la revista Bohemia publicaba en gran tirada la imagen de un jefe de la revolución cuyo parecido con Cristo era resaltado hasta el delirio, no estaba retratando una realidad, estaba expresando un deseo. Y un deseo multitudinario. Era la ambición de trascendencia de un pueblo que se endiosaba a sí mismo por medio de su “salvador”. Ya no se trataba sólo del Dios, del Mesías, sino del cubano típico, característico, él y todos al mismo tiempo.
Castro era el pícaro, el que aprovechaba cada coyuntura histórica con habilidad de chulo de barrio. El temerario, el alardoso, el que le guapeaba a María Santísima. El hablantín, el incontinente. El que todo lo sabía, pero sobre todo el que no sabía perder. Así, cuando el abogado holguinero transmutado en comandante decidió conquistar el mundo para la causa del comunismo (en última instancia, para la causa del castrismo), estaba llevando a la práctica un nacionalismo de pacotilla que, sin embargo, paradójicamente, tenía conciencia y raíz universales, y lo estaba haciendo desde una cubanidad visceral, tentativamente imperialista. Opresivamente soberbia.
Lo cubano es la gallina que se come una y otra vez el huevo… multicultural.