por Roberto Lozano
Fidel Castro entra a la capital cubana el primero de enero de 1959 acompañado por Camilo Cienfuegos y Huber Matos, encima de los tanques Sherman del derrotado ejército de la tiranía anterior, y logra que el pueblo sueñe con una Cuba independiente y próspera, promete “pan y libertad”. Sin embargo, una vez instalado en el Havana Hilton, donde va a pasar otras “vacaciones revolucionarias”, comienza a armar el aparato represivo necesario para trastocar ese sueño en pesadilla totalitaria, garantizando un mínimo de lo primero y nada de lo segundo.
Fidel Castro no desea “despertar” a su pueblo de la complacencia con el autoritarismo, para que Cuba continúe en el camino al desarrollo y avance en su búsqueda de la felicidad. Por el contrario, aspira a que el cubano olvide rápidamente los escasos años de democracia, la libertad de prensa y de expresión, de asociación y de movimiento, para poder atrincherarse en la cima del poder y, como él mismo dijera unos años después, “tomar el cielo por asalto”. Gracias a ello, es hoy uno de los hombres más acaudalados del planeta.
Fidel Castro destruye todos los mecanismos de sociedad libre que hereda de la Cuba republicana porque no desea dejar ningún resquicio para que en el futuro algún mortal pueda disputarle el poder. Perfecciona un sistema totalitario creado para impedir el cambio político. Introduce los CDR, invita a los expertos de la Stasi, confisca y fusila hasta acabar con la sociedad civil. Convierte a casi toda la fuerza laboral en asalariada dependiente del Estado. Exila a la clase empresarial.
Fidel Castro no secuestra nuestro capital psicológico, sino que se aprovecha de su inexistencia para regar las semillas de su modelo de dependencia y sumisión total. Su tiranía perdura porque él representa lo peor de nuestro carácter nacional. Si nuestro capital psicólogico hubiese sido alto, como antídoto al virus totalitario, una masa crítica de hombres libres hubiera impedido el asalto castrista. Pero las sociedades son más propensas al totalitarismo cuando tienen las defensas bajas, y Cuba ya estaba bajo conteo de protección.
Fidel Castro mantiene al pueblo ignorando sus derechos civiles fundamentales porque sólo pueden reclamar sus derechos aquellos que los conocen. Por eso deviene después en filtro de la historia y la información, que decide “liberar” selectivamente y a cuentagotas, ya que sólo a través de su filtro se puede interpretar “correctamente” el mundo. Bajo el castrismo, no es necesario que los cubanos piensen por sí mismos. Para eso está el Filósofo en Jefe con sus discursos y reflexiones.
Fidel Castro utiliza su habilidad como orador público y manipulador de estados de opinión para controlar el pulso de la vida política nacional. Copia el método soviético de la “democracia popular” y utiliza la plaza pública para preguntar retóricamente: ¿Armas para qué? ¿Elecciones para qué? Utiliza la plaza con la misma maestría de Hitler durante las famosas concentraciones de Nuremberg: el despliegue de banderas, las marchas, la música marcial, el podium a la altura de los dioses, los gritos y consignas de una masa frenética con sus discursos.
Fidel Castro se sirve de su habilidad como orador para moldear su propio Reich, que ya acumula un récord mucho más exitoso, en términos de durabilidad, que el reino de los mil años de Hitler. Para lograrlo, cuenta con la ventaja de que el cubano no es un pueblo con una fecunda tradición liberal. También le viene como anillo al dedo el arraigado mito de que lo que necesitaba el país, cuando entra triunfalmente en La Habana en 1959, era una “verdadera” revolución.
Fidel Castro utiliza cada discurso para copular psicológicamente con la masa, que como hembra en celo se derrite a sus pies. Como los de Hitler, sus discursos empiezan con un tono imperceptible y entrecortado que va subiendo de tono y cargándose de emociones hasta llegar al orgasmo del “Patria o Muerte”. Al final, el líder y la masa se retiran sudados y exhaustos, como si hubieran compartido cama en vez de plaza pública.
El resultado de la copulación líder-masa es el hipnotismo colectivo. Los cubanos marchan a cada discurso del tirano, inconscientes de que están ante un mecanismo psicológico utilizado para hundirlos gradual e inexorablemente en las profundidades de la pesadilla cotidiana. Por supuesto, la monopolización de los medios de difusión, el escarmiento de los fusilamientos, las confiscaciones de la propiedad privada y la represión contra todo acto de oposición también contribuyen a crear un cuadro clínico de parálisis y simpatía hacia los secuestradores, el llamado Síndrome de Estocolmo. Pero antes de la recaída colectiva, el paciente ya estaba predispuesto y sin defensas.
Ni siquiera debe consolar el hecho de que, al principio de su asalto al poder, la inmensa mayoría de la población creyera en las promesas expuestas en La historia me absolverá, de que se respetaría la Constitución del 40 y se restaurarían las libertades confiscadas durante la dictadura de Fulgencio Batista, porque el pueblo cubano no tenía una tradición de respeto a las leyes ni un récord positivo de coacción institucional a los hombres fuertes. Fidel Castro y su régimen son el fin hacia donde apunta nuestra historia anti-liberal.