El escritor V se había hecho famoso en La Habana, en los predios de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), por su tendencia incontrolable a hablar mal de todo y de todos, especialmente cuando las víctimas de sus tendenciosos monólogos no se encontraban presentes. El escritor P, por su parte, había hasta resuelto un oscuro premio de poesía en su provincia natal, y desde entonces había adoptado una pose de instructor de paracaidistas que poco ayudaba a su desenvolvimiento lírico.
Un buen día, el escritor V redescubrió al escritor P, y el escritor P redescubrió al escritor V, en la ciudad de la diáspora donde ambos coincidieran (en el fondo, ninguno de los dos se consideraba exiliado, aunque lo disimularan muy bien). Naturalmente, hubiesen sido enemigos en La Habana de la UNEAC, escritores de provincias secuestrados por la insoportable levedad de los comentarios de pasillo, tenedores de recados de la ya añeja institución, arrancándose tiras del pellejo, odiándose a muerte en el sopor de los debates estivales, regados con ron albañal y refresco de polvito. Pero ahora, también naturalmente, no les quedaba otra que aliarse.
Aunque ninguno estimaba la obra del otro, y en público inevitablemente desentonaban, su alianza respondía a consideraciones estratégicas coincidentes, y se empeñaban en llevarla a cabo. El fracaso literario (el amontonamiento, ya desquiciante para sus respectivas esposas, de unos libros impresos que nadie leía y mucho menos citaba) los había vuelto aún más rencorosos y sibilinos, de manera que su afán por levantar una réplica a su medida de la Unión de Escritores y Artistas en el exilio constituía, en definitiva, un intento de hacerse fuertes a través de su frustración acumulada. Algunos de sus libros habían cumplido ya la mayoría de edad –diez años o más de publicados—, y era hora de hacer valer aquellas tardes de pasillo, a la sombra de los jardines de la UNEAC.