por Armando Añel
Un debate singular se ha producido por estos días en Cuba Inglesa, a partir, o alrededor, de la última infamia perpetrada por esa inefable organización de escritores y artistas de Cuba que responde a las siglas UNEAC. Digo singular porque, en este blog, los defensores de dicha institución no se atreven a asumir a cara descubierta sus posiciones, y lo hacen desde el anonimato. Y porque a estas alturas, luego de medio siglo de totalitarismo insular –y tal vez relacionado con ese mismo anonimato—, uno no se explica ya cómo es posible que alguien pueda defender lo indefendible (alguien, inclusive, ha ido tan lejos como para atreverse a comparar el Pen Club de Escritores en el Exilio con la UNEAC).
Algunos ex miembros de esta última institución pretenden hacernos creer aquí –insisto, desde el anonimato— que quienes no pertenecieron a ella sencillamente estaban fuera por carecer de obra, o por no reunir los requisitos de calidad mínimos que le habrían abierto las puertas de la casona de El Vedado. Es decir, a estos señores les resulta inconcebible que un escritor, músico o pintor, por convicciones propias, se negara a ingresar a ese órgano, o se escurriera discretamente. El viejo dicho de que “el ladrón cree que todos son de su condición” podría aplicarse en este caso, si no sonara ligeramente peyorativo. Pero cabe parafrasear el viejo eslogan castrista por lo menos, aplicable a los ilusos: “dentro de la UNEAC, todo: fuera de la UNEAC, nada”. Así siguen pensando algunos, según todo parece indicar, aun en el exilio.
¿Ha sido o no la UNEAC una organización al servicio de la dictadura? Lo ha sido. ¿Ha sido o no cómplice de los crímenes cometidos por dicha dictadura? Lo ha sido. Ha respaldado en incontables oportunidades las políticas de represión gubernamentales, y el último ejemplo salta a la vista. En una reciente carta pública de esa institución se dice de Orlando Zapata Tamayo:
“Se trata de un delincuente común, con un historial probado de violencia, devenido “prisionero político”, que se declaró en huelga de hambre para que le fueran instalados teléfono, cocina y televisión en su celda (…) Alentado por personas sin escrúpulos y a pesar de cuanto se hizo para prolongarle la vida, Orlando Zapata Tamayo falleció y ha sido convertido en un lamentable símbolo de la maquinaria anticubana”. Y en esa cuerda mentirosa e hipócrita, se asegura a reglón seguido que “en la historia de la Revolución jamás se ha torturado a un prisionero. No ha habido un solo desaparecido. No ha habido una sola ejecución extrajudicial”.
La carta no recoge firmas, pero está avalada por el Secretariado de la UNEAC, incluso por la Dirección Nacional de la Asociación Hermanos Saíz (organización a la que este autor se negó a pertenecer en su momento), que es como decir que está avalada por todos y cada uno de sus miembros. ¿Esto no parece motivo suficiente para que aquellas personas con dignidad y claridad de ideas que todavía pertenecen a ese órgano lo abandonen de inmediato, aun discretamente?
Debatir estos puntos no tiene nada que ver, como ha insinuado algún anónimo, con una “cacería de brujas”. Sería el colmo que en una sociedad abierta no se pudieran expresar opiniones abiertamente. El problema mayor no es haber pertenecido, por supuesto (yo mismo tengo, y tuve en Cuba, colegas, excelentes personas, que pertenecieron a ese órgano): El problema mayor es pertenecer aún, espiritualmente, desde el exilio, con todo lo que ello implica en términos de acceso a la información y de alternativas desechadas; el problema mayor es continuar abrazando el espíritu absolutista, parasitario, petulante, pusilánime, que ha hecho posible la existencia de la UNEAC durante casi medio siglo.
Sencillamente, cabe no pervertir el sentido de lo que se discute, habida cuenta de que, si nos atenemos a lo que algunos insinúan, o declaran desde el anonimato, la UNEAC habría constituido, o constituye, una suerte de certificado de calidad literaria, o de pertenencia a un imaginario gremio excepcional de escritores y artistas marcados por el hierro candente de sus siglas para reinar sobre todos aquellos que “ni pintaban, ni cantaban, ni comían frutas”. Sobre todos aquellos a los que no les dio la gana de pertenecer.