por Roberto Lozano
Si como todo parece indicar, la academia cubana opera servilmente a los pies del Estado y del Partido Comunista, como otro de los mecanismos de control social del totalitarismo, es lógico que los jerarcas que controlan ambas instituciones aspiren a que sus académicos no se “desvíen” de las pautas político-ideológicas establecidas.
No obstante, a pesar de las medidas coercitivas que emanan desde arriba, y de la autocensura que nace de las entrañas de cada siervo del totalitarismo, el Estado y el Partido nunca han podido impedir que surjan dentro de sus filas individuos con “desviaciones”. Sobre todo, cuando el constante deterioro de la situación socio-económica, unido a la inmovilidad del gobierno en cuanto a las reformas que demanda la población, producen cierta desesperación e incertidumbre en las filas religioso-académico-partidistas.
Surgen así los potenciales “salvadores” teóricos del totalitarismo, aquellos que aún desean reformar al sistema asumiendo que un “socialismo democrático” es posible. No importa que no exista evidencia empírica alguna sobre su viabilidad, sino todo lo contrario: existe sobre su inviabilidad en los pocos y desdichados países en los que se perpetúa el fracasado y desdichado experimento.
Que algunos académicos cubanos, hasta ahora siempre fieles al llamado “proceso revolucionario”, se arriesguen a emitir opiniones “honestas” con una fuerza crítica inusual --y conscientes de que la alta jerarquía pudiera considerar sus puntos de vista como una amenaza a la preservación de su poder— es una señal del descontento generalizado por la crisis-parálisis que vive la Isla. No obstante, la historia del totalitarismo demuestra que aquellos que arriesgan una posición crítica en regímenes con mentalidad de plaza sitiada, aunque lo hagan de buena fe, usualmente terminan sufriendo las consecuencias de su desafío a un sistema que gobierna ilegítimamente, sin el consentimiento de sus gobernados. Y es que la interpretación “correcta” de qué es lo que conviene o no al país siempre ha sido patrimonio exclusivo de la jerarquía totalitaria. De otra forma, no sería posible explicar las sucesivas y cíclicas “rectificaciones de errores” por parte de una elite que impone su razón desde la represión, y se comporta como si fuera poseedora de la eterna infalibilidad de los dioses.
Otra cosa completamente diferente es el valor intrínseco de esas opiniones críticas en un ambiente carente de libertad de expresión y de verdadero debate, porque allí donde prima la imposición por criterios ideológicos, o simplemente por medio de la intimidación, no es posible identificar las verdaderas causas de los fenómenos sociales. Bajo las condiciones de oscurantismo en que opera la academia cubana, las opiniones “críticas” difícilmente pueden superar las limitaciones del materialismo histórico y la filosofía-religión marxista-leninista que las inspira (algo que Raymond Aaron definió como el “opio de los intelectuales”), tampoco abandonar las supersticiones del dogma revolucionario pertinentes a la historia de Cuba. Mucho menos cuestionar la validez de sus premisas para arribar a conclusiones diferentes.
Si como todo parece indicar, la academia cubana opera servilmente a los pies del Estado y del Partido Comunista, como otro de los mecanismos de control social del totalitarismo, es lógico que los jerarcas que controlan ambas instituciones aspiren a que sus académicos no se “desvíen” de las pautas político-ideológicas establecidas.
No obstante, a pesar de las medidas coercitivas que emanan desde arriba, y de la autocensura que nace de las entrañas de cada siervo del totalitarismo, el Estado y el Partido nunca han podido impedir que surjan dentro de sus filas individuos con “desviaciones”. Sobre todo, cuando el constante deterioro de la situación socio-económica, unido a la inmovilidad del gobierno en cuanto a las reformas que demanda la población, producen cierta desesperación e incertidumbre en las filas religioso-académico-partidistas.
Surgen así los potenciales “salvadores” teóricos del totalitarismo, aquellos que aún desean reformar al sistema asumiendo que un “socialismo democrático” es posible. No importa que no exista evidencia empírica alguna sobre su viabilidad, sino todo lo contrario: existe sobre su inviabilidad en los pocos y desdichados países en los que se perpetúa el fracasado y desdichado experimento.
Que algunos académicos cubanos, hasta ahora siempre fieles al llamado “proceso revolucionario”, se arriesguen a emitir opiniones “honestas” con una fuerza crítica inusual --y conscientes de que la alta jerarquía pudiera considerar sus puntos de vista como una amenaza a la preservación de su poder— es una señal del descontento generalizado por la crisis-parálisis que vive la Isla. No obstante, la historia del totalitarismo demuestra que aquellos que arriesgan una posición crítica en regímenes con mentalidad de plaza sitiada, aunque lo hagan de buena fe, usualmente terminan sufriendo las consecuencias de su desafío a un sistema que gobierna ilegítimamente, sin el consentimiento de sus gobernados. Y es que la interpretación “correcta” de qué es lo que conviene o no al país siempre ha sido patrimonio exclusivo de la jerarquía totalitaria. De otra forma, no sería posible explicar las sucesivas y cíclicas “rectificaciones de errores” por parte de una elite que impone su razón desde la represión, y se comporta como si fuera poseedora de la eterna infalibilidad de los dioses.
Otra cosa completamente diferente es el valor intrínseco de esas opiniones críticas en un ambiente carente de libertad de expresión y de verdadero debate, porque allí donde prima la imposición por criterios ideológicos, o simplemente por medio de la intimidación, no es posible identificar las verdaderas causas de los fenómenos sociales. Bajo las condiciones de oscurantismo en que opera la academia cubana, las opiniones “críticas” difícilmente pueden superar las limitaciones del materialismo histórico y la filosofía-religión marxista-leninista que las inspira (algo que Raymond Aaron definió como el “opio de los intelectuales”), tampoco abandonar las supersticiones del dogma revolucionario pertinentes a la historia de Cuba. Mucho menos cuestionar la validez de sus premisas para arribar a conclusiones diferentes.