por el Investigador de Nuevo Songo
El Palacio del rey Minos recordaba a los cuernos de la consagración atenazando al sol. Una calidez recorrió al Periodista al recordar la poesía, la prosa, las referencias todas que lo acercaban tanto al Palacio de Knossos, al que había acudido en busca de pistas sobre Anakantra y el Códice Thamacún.
Había volado a Creta y tomado un taxi hasta el palacio de sus lecturas y de sus sueños. Una calidez como de trago de retsina lo volvió a invadir al ver que por los propíleos se formaba una cola a la cabeza de la cual, banquito en mano, se recortaba una figura familiar: el Colero de Cuba Inglesa, quien ahora, esdrujulizado el nombre, se hacia llamar Cólero, Cólero de Akiles.
Hurgó el Periodista, miró, rebuscó y al final la vio. La abundosa Zoenaria lo esperaba en el ala sudoeste, por el corredor de las Pinturas de los Lirios. Algo raro notó en su mirada inasible como las referencias perdidas de la antigüedad. Se tomaron de la mano. Deambularon. Atravesaron el vestíbulo de criptas de pilares donde se hicieron una vez los sacrificios. Se distrajo... y de repente se percató de que Zoenaria ya no estaba.
Miró a su alrededor sobresaltado. Consternado. Porque, de repente, las balas silvaban sobre su cabeza. Se dio a la huida.
Un proyectil atravesó una piedra, que no era piedra sino arcilla semejando piedra. Algo cayó y se rompió. El Periodista arrastró el extraño recipiente roto, caído tras el impacto de bala. Halló refugio en uno de los recovecos de un intrincado laberinto que había descubierto. Extrajo unas tablillas del recipiente. Trastornado, se percató de que nadie, nadie en miles de años, había tocado esas tablillas. Haciendo un esfuerzo, las tradujo: “Abandonando las aguas del esplendoroso Oriente, Anakantra surgió en el firmamento para iluminar a los mortales y a aquellos que aran la tierra y mueren”. Homero.
Quedó sin palabras, inmóvil.
El sueño, el cansancio, el esfuerzo lo vencían. Atinó a mirar por una claraboya. Observó a una Zoenaria descompuesta que gritaba: “¡La Ilíada es mía! Yo viví una Odisea para componerla… ¡Ese tal Homero me plagió!”, mientras lanzaba tiros al aire, y agregaba: “El Códice Thamacun me pertenece. Yo lo compuse. A nadie pertenece más que a mí. No quiero que nadie me lo plagie”. De repente el banquito del Cólero la alcanzó y le dio un golpe en la cabeza, y Zoenaria, color cartucho, quedó convertida en chicharrón.
Al parar los tiros, un cansancio eterno recorrió de pies a cabeza al Periodista y quedó rendido. Un sueño dulce, amable, lo invadió como otro trago de retsina. Y la vio, dulce, abundosa. Era la reina Leidí Usnavi, de Nuevo Songo. Extendió su mano hacia ella como las plantas buscan a la luz. Como el olivo a la gloria.
La reina lo acunó en su abundoso cuerpo y le señaló el firmamento. “Debes seguir esa estrella”, dijo sin mover los labios, y él escucho una cabrita con campanas rodeada de un rama de tomillo que parecía saludarlo como otrora lo hiciera el rebeco en la tierra de su infancia. No fue retsina sino leche tibia esta vez. Y miró el color de la mañana: un color de eternidad.
Despertó. Se puso en marcha a perseguir la estrella. La pista dada por la reina lo hizo sentir fortalecido. Supo que esta vez sí llegaría a Anakantra y por ende al Códice. Y salió con tablillas en los bolsillos, solo, pero cogido de la mano de los mitos, desde Ur de Caldea hacia un mundo de mármol encarnizado y leve donde pudiera fundirse con la piedra marina de la arcilla milenaria, hablándole a la aurora y viendo caer estrellas. Él ya era de la materia de los sueños.
Continuará