para Armando de Armas
Cómo me hubiera gustado poder beber en esa copa protegida de los golpes y de los escrutinios por la sombra verdeolivo.
Cómo me hubiera gustado acariciar los hombros de un amigo que conocía los horarios de los aplausos hacia el avión.
Cuántas veces me aproximé a las rejas y los guardianes de la buena suerte no vieron la rabia con las que mis manos pedían alejarme para siempre del hedor de los lobos.
(Oh guardianes que conozco y nuevos adictos de la intriga, confieso que hasta traté de copiar odas a las obedientes furias de guerreros de salón, himnos de patria sitiada por los enemigos del discurso, pero me fue imposible convencer de mi fidelidad a los fieles)
Cómo me hubiera gustado partir esta manzana dándole la mitad a los pajaritos en vías de extinción como las mariposas y los gatos que en su precipitada huida de las piedras me impedían la influencia de Baudelaire.
Ah, poderosos amigos al borde de piscinas con chin-chin de himnos y limones, cuánto hubiera dado por poder seguirles en sus simulaciones hasta el editor de los manuales y repetir arrodillado esas sentencias que jurábamos a solas incinerar hasta la resurrección del mármol de la fama.
Ah, imprescindibles clásicos de un futuro postergado cada año, cuánto entusiasmo hubiera dedicado a la lista de los viajes, a esas veladas gloriosas de la entrega de honorarios después de abundantes alcoholes y confusos giros en las camas de los jueces.
Por eso no me arrepiento:
Amigos que humedecían el alba con la fidelidad de las lenguas en los informes,
aspirantes a viajes de mendigo, vanidosos, policías, segur(osos) del rito de la vigilia de la patria contra el enemigo, tristes puntuales a la hora de la azada en el jardín con afinados alaridos.
No me arrepiento de mi lejana contribución a las venganzas.
De encerrar con llave mi nombre en las maletas y aceptar después que aún espero que pase el aguacero.
Pacientemente espero.
Por eso (¡oh sincera manía de la memoria y los rencores!)
hiervo mis cuchillos oxidados, me escondo del suicidio, soplo el humo de la bala y la pistola que no tengo.
Y me siento otra vez a esperar por los periódicos para vengarme del informe, de la reunión y el brindis de las estrellas rojas, deshojando una rosa con la carcajada de algo repetido, tocando desde lejos los hombros del censor y del poeta
cuando se confundan los silbidos del ángel,
el ardor de las rodillas en el pecho y los pies golpeen las nalgas,
y llegue la hora de los mameyes en los diccionarios
y el cambio de casaca deba comprenderse
como un diálogo democrático contra la violencia.
Cómo me hubiera gustado poder beber en esa copa protegida de los golpes y de los escrutinios por la sombra verdeolivo.
Cómo me hubiera gustado acariciar los hombros de un amigo que conocía los horarios de los aplausos hacia el avión.
Cuántas veces me aproximé a las rejas y los guardianes de la buena suerte no vieron la rabia con las que mis manos pedían alejarme para siempre del hedor de los lobos.
(Oh guardianes que conozco y nuevos adictos de la intriga, confieso que hasta traté de copiar odas a las obedientes furias de guerreros de salón, himnos de patria sitiada por los enemigos del discurso, pero me fue imposible convencer de mi fidelidad a los fieles)
Cómo me hubiera gustado partir esta manzana dándole la mitad a los pajaritos en vías de extinción como las mariposas y los gatos que en su precipitada huida de las piedras me impedían la influencia de Baudelaire.
Ah, poderosos amigos al borde de piscinas con chin-chin de himnos y limones, cuánto hubiera dado por poder seguirles en sus simulaciones hasta el editor de los manuales y repetir arrodillado esas sentencias que jurábamos a solas incinerar hasta la resurrección del mármol de la fama.
Ah, imprescindibles clásicos de un futuro postergado cada año, cuánto entusiasmo hubiera dedicado a la lista de los viajes, a esas veladas gloriosas de la entrega de honorarios después de abundantes alcoholes y confusos giros en las camas de los jueces.
Por eso no me arrepiento:
Amigos que humedecían el alba con la fidelidad de las lenguas en los informes,
aspirantes a viajes de mendigo, vanidosos, policías, segur(osos) del rito de la vigilia de la patria contra el enemigo, tristes puntuales a la hora de la azada en el jardín con afinados alaridos.
No me arrepiento de mi lejana contribución a las venganzas.
De encerrar con llave mi nombre en las maletas y aceptar después que aún espero que pase el aguacero.
Pacientemente espero.
Por eso (¡oh sincera manía de la memoria y los rencores!)
hiervo mis cuchillos oxidados, me escondo del suicidio, soplo el humo de la bala y la pistola que no tengo.
Y me siento otra vez a esperar por los periódicos para vengarme del informe, de la reunión y el brindis de las estrellas rojas, deshojando una rosa con la carcajada de algo repetido, tocando desde lejos los hombros del censor y del poeta
cuando se confundan los silbidos del ángel,
el ardor de las rodillas en el pecho y los pies golpeen las nalgas,
y llegue la hora de los mameyes en los diccionarios
y el cambio de casaca deba comprenderse
como un diálogo democrático contra la violencia.