por Armando Añel
El día del Maleconazo, que hoy cumple 16 años, no estaba yo donde supuestamente debía estar. Nací y me crié en Centro Habana, exactamente en el vórtice del huracán popular que recorrió las calles de San Leopoldo, mi barrio, apenas a cuadra y media del mar, entre el hotel Deauville y el parque Maceo.
Aquella mañana salí a resolver un par de cosas en El Vedado y con la misma, llevado por el impulso, seguí hacia Marianao, donde entonces vivía mi madre. Fue estando en su casa que descubrí lo que pasaba, con la comparecencia de Fidel Castro por televisión, luego de que fuerzas policiales, y paramilitares, disolvieran la revuelta. El malecón había sido tomado por hileras de camiones militares, policías y brigadistas armados de cabillas. En la tarde-noche, de vuelta al barrio, pude ver varios jeeps descender hacia el mar, Rampa abajo, con bazucas y ametralladoras montadas en su parte trasera, y helicópteros sobrevolando la ciudad. Una advertencia para quienes ponen en duda que el castrismo va a utilizar las armas contra la población si lo considera necesario.
Pero lo que motiva estas breves líneas es la anécdota que me revelara un amigo recién llegado de Cuba, quien sí presenció in situ los acontecimientos. Me comentaba que estando en la calle Neptuno pudo escuchar a miembros de la Seguridad del Estado, vestidos de civil, mientras daban y recibían instrucciones para asaltar, y romper las vidrieras, de algunas de las tiendas de la zona. Cosa que definitivamente hicieron. La estrategia gubernamental consistía en convertir, mediáticamente, una revuelta popular en un asalto de vándalos cuyo único objetivo era “apropiarse de los bienes del pueblo”.
Para desvirtuar y/o despolitizar el Maleconazo, el castrismo fue capaz, incluso, de ir contra sus propios intereses económicos. Un modus operandi al que ha recurrido más de una vez, aunque en diferentes circunstancias.
El día del Maleconazo, que hoy cumple 16 años, no estaba yo donde supuestamente debía estar. Nací y me crié en Centro Habana, exactamente en el vórtice del huracán popular que recorrió las calles de San Leopoldo, mi barrio, apenas a cuadra y media del mar, entre el hotel Deauville y el parque Maceo.
Aquella mañana salí a resolver un par de cosas en El Vedado y con la misma, llevado por el impulso, seguí hacia Marianao, donde entonces vivía mi madre. Fue estando en su casa que descubrí lo que pasaba, con la comparecencia de Fidel Castro por televisión, luego de que fuerzas policiales, y paramilitares, disolvieran la revuelta. El malecón había sido tomado por hileras de camiones militares, policías y brigadistas armados de cabillas. En la tarde-noche, de vuelta al barrio, pude ver varios jeeps descender hacia el mar, Rampa abajo, con bazucas y ametralladoras montadas en su parte trasera, y helicópteros sobrevolando la ciudad. Una advertencia para quienes ponen en duda que el castrismo va a utilizar las armas contra la población si lo considera necesario.
Pero lo que motiva estas breves líneas es la anécdota que me revelara un amigo recién llegado de Cuba, quien sí presenció in situ los acontecimientos. Me comentaba que estando en la calle Neptuno pudo escuchar a miembros de la Seguridad del Estado, vestidos de civil, mientras daban y recibían instrucciones para asaltar, y romper las vidrieras, de algunas de las tiendas de la zona. Cosa que definitivamente hicieron. La estrategia gubernamental consistía en convertir, mediáticamente, una revuelta popular en un asalto de vándalos cuyo único objetivo era “apropiarse de los bienes del pueblo”.
Para desvirtuar y/o despolitizar el Maleconazo, el castrismo fue capaz, incluso, de ir contra sus propios intereses económicos. Un modus operandi al que ha recurrido más de una vez, aunque en diferentes circunstancias.