por el Investigador de Nuevo Songo
Durante un largo tiempo contempló su rostro muerto. Su belleza era serena, como la de una princesa en un cuento de Perrault. Sus largas trenzas de oro relucían bajo su casco rematado en cuernos, y su tez de marfil y rosa trémula parecía maquillada.
El Periodista la besó. Fue un beso con lengua, con el que le posó en los labios la Pastilla de la Reina, aquel rombo azul que después sopló, en un beso de la vida, hacia las profundidades de la garganta de Inga la Vikinga.
En las cuatro esquinas observaba la escena el mismo número de Anonimones Felices, seres de luz, cabecitas aladas, que en forma de querubines habían transportado el ataúd a una orden de Anakantra.
El Periodista esperó unos segundos, contenida la respiración, hasta que Inga se desperezó y abrió los ojos. "Inga respinga. Respinga Inga la Vikinga", clamó el Periodista reventando de felicidad.
La algarabía explotó como fuegos de artificio. Todos celebraron juntos. Criaturas, anonimones, faunos, dioses, semiodioses, putas, vírgenes, seres alados, sanjórgenes y dragones. Todos alzaron el Cáliz de Salvación y cantaron en una gran coral el Aleluya de Händel.
"¿Dónde estoy? ¡Qué resaca más hermosa! Quiero repetir de esa botella", dijo Inga, la tabernera de Port La Maya, pero nadie la escuchó porque su voz fue ahogada por el canto.
La pareja se postró ante Anakantra pero ésta la hizo levantarse con un dejo recriminatorio y la aseveración de que "sólo hay un Dios al que adorar y que se llama...", titubeó. "¿Zeus?".
"Como regalo de bodas --dijo Anakantra al Periodista— responderé ahora aquel enigma que tanto querías desentrañar".
Él no podía concebir tamaña felicidad. Con su Inga viva, renacida, erguida, se sentía el hombre más feliz del Universo.
"Te lo has ganado. Por amor renunciaste al enigma, y ahora eres recompensado por ese acto magno de desprendimiento. Me dispongo sin más preámbulos a revelarte de una vez por todas lo que tanto has perseguido todo este tiempo: el secreto de El Códice Thamacun".
Continuará...
Durante un largo tiempo contempló su rostro muerto. Su belleza era serena, como la de una princesa en un cuento de Perrault. Sus largas trenzas de oro relucían bajo su casco rematado en cuernos, y su tez de marfil y rosa trémula parecía maquillada.
El Periodista la besó. Fue un beso con lengua, con el que le posó en los labios la Pastilla de la Reina, aquel rombo azul que después sopló, en un beso de la vida, hacia las profundidades de la garganta de Inga la Vikinga.
En las cuatro esquinas observaba la escena el mismo número de Anonimones Felices, seres de luz, cabecitas aladas, que en forma de querubines habían transportado el ataúd a una orden de Anakantra.
El Periodista esperó unos segundos, contenida la respiración, hasta que Inga se desperezó y abrió los ojos. "Inga respinga. Respinga Inga la Vikinga", clamó el Periodista reventando de felicidad.
La algarabía explotó como fuegos de artificio. Todos celebraron juntos. Criaturas, anonimones, faunos, dioses, semiodioses, putas, vírgenes, seres alados, sanjórgenes y dragones. Todos alzaron el Cáliz de Salvación y cantaron en una gran coral el Aleluya de Händel.
"¿Dónde estoy? ¡Qué resaca más hermosa! Quiero repetir de esa botella", dijo Inga, la tabernera de Port La Maya, pero nadie la escuchó porque su voz fue ahogada por el canto.
La pareja se postró ante Anakantra pero ésta la hizo levantarse con un dejo recriminatorio y la aseveración de que "sólo hay un Dios al que adorar y que se llama...", titubeó. "¿Zeus?".
"Como regalo de bodas --dijo Anakantra al Periodista— responderé ahora aquel enigma que tanto querías desentrañar".
Él no podía concebir tamaña felicidad. Con su Inga viva, renacida, erguida, se sentía el hombre más feliz del Universo.
"Te lo has ganado. Por amor renunciaste al enigma, y ahora eres recompensado por ese acto magno de desprendimiento. Me dispongo sin más preámbulos a revelarte de una vez por todas lo que tanto has perseguido todo este tiempo: el secreto de El Códice Thamacun".
Continuará...