Estábamos sentados alrededor de una mesa más bien pequeña: Fidel Castro, su esposa Dalia, su hijo Antonio, Randy Alonso --una figura importante en los medios de comunicación administrados por el gobierno-- y Julia Sweig, la amiga que me llevé a Cuba para asegurarme, entre otras cosas, de no decir nada demasiado estúpido (Julia es una importante estudiosa de América Latina del Council on Foreign Relations). Inicialmente ella estaba interesada en observar qué comía Fidel --fue una combinación de problemas digestivos lo que conspiró para casi matarlo--, así que pensé iba a hacer un poco de “Kremlinología gastrointestinal”, manteniendo un ojo atento sobre lo que él ingería (para los registros, ingirió pequeñas cantidades de pescado y ensalada, un poco de pan mojado en aceite de oliva y una copa de vino tinto). Durante la conversación, generalmente alegre (Castro acababa de pasarse tres horas hablando de Irán y Oriente Medio), le pregunté si creía que el modelo cubano era todavía digno de ser exportado.
“El modelo cubano ya ni siquiera funciona para nosotros mismos”, contestó él.
Fue sorprendente escucharle decir algo así. ¿El líder de la revolución estaba diciendo, en esencia, “nunca más”?
Pregunté a Julia cuál era su interpretación de aquella confesión, impresionante para mí. Ella me explicó: “Él no estaba rechazando las ideas de la Revolución. Sólo hizo un reconocimiento de que, en el modelo cubano, el Estado juega un papel excesivo en la economía del país”.
Jeffrey Goldberg
“El modelo cubano ya ni siquiera funciona para nosotros mismos”, contestó él.
Fue sorprendente escucharle decir algo así. ¿El líder de la revolución estaba diciendo, en esencia, “nunca más”?
Pregunté a Julia cuál era su interpretación de aquella confesión, impresionante para mí. Ella me explicó: “Él no estaba rechazando las ideas de la Revolución. Sólo hizo un reconocimiento de que, en el modelo cubano, el Estado juega un papel excesivo en la economía del país”.
Jeffrey Goldberg