Según Hoelderlin, el poeta alemán, “el hombre es un rey cuando piensa y un dios cuando sueña”. Hasta donde sé, diría que el hombre es un rey cuando llega a darse cuenta que está dormido, lo que equivale a estar pensando y soñando sin atención. Y un dios cuando deja de soñar. Novalis se acerca mucho a esta opinión cuando afirma: “estamos cerca de despertar cuando soñamos que soñamos”. Pero ese despertar es inconsciente y viene dado por añadidura. Cuando despertamos del sueño, entramos en la conciencia de la ensoñación; no antes, por supuesto, dándonos cuenta de su falsedad, es decir, quedándonos con la sensación de que no era algo real.
Desde luego, lo que parecía estar sucediendo mientras soñaba es que no existía nadie dentro del sujeto para informar: ¡Pare, lo que sucede es un sueño, algo que no es real! La falta de alguien dentro del sujeto que avise en el momento en que se está produciendo la ensoñación, ha provocado la aparición de un tipo de poeta, de una forma imaginativa de construir imágenes, símbolos, metáforas “creadoras de realidades”. La ensoñación sucede como tal en el cuerpo, surte efecto sobre él, provoca cierta alteración en el ritmo biológico y en el funcionamiento de la mente, pero no es después del sueño, con la vigilia, que el sujeto recuerda que ha sido un ensueño lo sucedido.
El origen oculto del concepto sujeto –histórico-social-- proviene de esa alteración, del recuerdo de cosas sucedidas involuntariamente. Por eso muchas personas, debido a esta imposibilidad de despertar durante el ensueño, ante la expectativa de un suceso no controlado, colectan innumerables experiencias ensoñadoras; elaboran hasta un diario sobre experiencias soñadas. A partir de ese substrato involuntario, Berkeley desarrolló toda una teoría sobre la ensoñación y dijo que “el mundo es sueño”; el mundo es maya: lo que soñamos es la auténtica realidad. Calderón de la Barca expresó en verso: “la vida es sueño”, y, debido a esa falta de posición aclaratoria de voluntad ante la ensoñación, convirtió en objeto la poética, dando origen al romanticismo.
Al proponerse una teoría sobre la ensoñación, una explicación de por qué el mundo es maya, se comenzó a perder el sentido natural de la existencia del sueño. Shankara, el filósofo hindú y creador de esta visión maya del mundo, no dice que el mundo es maya, ilusión e irrealidad, sino que el mundo que habita en la mente del hombre, sistema de creencias que proyecta al mundo, es el que es maya, ilusorio y falso. No es el mundo quien es maya, sino la mente humana. Shankara no proponía una teoría, una retórica, sino una visión transformadora de la mente humana; decía: “no trates de cambiar el mundo, trata de cambiarte tú, y para ello no existe teoría posible”.
Pero lo sucedido en la literatura se estructuró a partir del presupuesto berkeliano: intentar cambiar el mundo, porque el mundo es lo ilusorio, maya, una tragedia. Goethe, una mente maya, creyó en la ilusión del mundo y produjo el emblemático Fausto. El sustrato de la literatura se levanta sobre la base de que el mundo es ilusorio y entonces hay que narrarlo. Hay que poner en evidencia la tragedia del mundo. Por eso Proust es paradójico como en las aventuras de Alicia en el país de las maravillas; según él, “vale más soñar la propia vida que vivirla, aunque vivirla es también soñarla”. Nietzsche, en cambio, es como una semilla, un poeta que se contiene a sí mismo en múltiples dimensiones: dice que Zaratustra es un poeta, una cumbre, un dios que ríe y un dios que baila y canta porque el soñar no le estorba. Zaratustra ha dejado de ser un poeta en verso y se ha convertido en un poeta en actos.
Las acciones eternas de un poeta, de alguien que ha dejado de soñar, que sabe, preocuparon el intelecto de un escritor como José Martí. A su llegada a Estados Unidos siente la culpa: “En un estante tengo amontonada hace meses toda la edición –porque como la vida no me ha dado hasta ahora ocasión suficiente para mostrar que soy un poeta en actos, tengo miedo de que, por ir mis versos a ser conocidos antes que mis acciones, vayan las gentes a creer que solo soy, como tantos otros, poeta en versos--. Y porque estoy todo avergonzado de mi libro –le escribe a Mercado sobre su libro de versos--, y aunque vi todo eso que él cuenta en el aire, me parece ahora cantos mancos de aprendiz de musa, y en cada letra veo una culpa”. Nunca más Martí hablará de lo que significaba para él un poeta en actos. No era necesario hablar de ello. Había que estar allí para presenciarlo.
No creo que Martí estuviera haciendo referencia a una imagen estrecha y, por ende, a una fenomenología, o proponiendo un sistema poético a partir de la consideración del cuerpo. Los actos de un poeta no pueden ser letra muerta, espacios imaginados, como señalar que el mundo es una tragedia. El espacio de un poeta no debe ser únicamente la casa, sus interiores, dentro y fuera. Sin embargo, Flaubert ironizaba lamentándose a sí mismo entre lo grotesco y lo íntimo, llevándolo a “soñar largamente”. El soñar es un apéndice de que el mundo es maya. Un poeta merece ser leído porque las imágenes figurarán como incógnitas de la otra orilla, del otro polo de la vida que es la muerte. Pero la conexión con esa otra orilla lo alejaba de esta. ¡La mente es maya! ¿Quién en realidad es maya, sueño, la mente o el mundo?
Dostoievski, sin embargo, es más cauto; está más consciente del asunto al preguntarse en boca de uno de sus personajes: “¿Y ya con qué voy a soñar, cuando he sido tan feliz despierto?”. Cuando deja de soñar, en Dostoievski las dos orillas se esfuman, pero no sabe quién queda a sus efectos. Y esta es la paradoja a la que la literatura que abre el siglo XX se enfrentará. No sabe quién es maya, ilusión y sueño. Entonces una fenomenología de la ensoñación se impone, una construcción sistémica de la poética del mundo se impone.
En resumen, Gastón Bachelard tiene razón cuando suscribe que el hombre es un ser soñador por antonomasia: “la primera tarea del poeta es desanclar en nosotros una materia que quiere soñar”. Claro está, sin tener en cuenta todo el proceso formativo de la ensoñación. Siguiendo a Proust y valiéndose de Freud, de sus investigaciones sobre el inconsciente y los sueños, elaboró toda una fenomenología de la ensoñación. Un poeta es alguien que sueña, alguien que está comprometido en poner al descubierto las secuelas de los instintos reprimidos, formas verdaderamente representativas del hombre ante el mundo. Un poeta viene dado a desenmascarar al hombre ante el mundo, ante su tragedia. Por tanto, soñar, imaginar, beber en la imagen, no es un acto, sino argumentación metafórica y simbólica que permite desenmascarar formas de vida del hombre ante el mundo.
Un poeta, en la definición de Bachelard, es alguien que conoce, entonces, la verdad del mundo. Y toda fenomenología es sobre el mundo, no puede ser sobre la mente, porque la mente es quien crea la fenomenología. La mente crea los instrumentos para conocer el mundo. Igualmente sucede con todo sistema –poético, filosófico-- de conocimiento: es sobre el mundo. ¿Hasta dónde se extiende esa verdad? La verdad de que el hombre se presenta ante el mundo con una máscara. El hombre vive ante el mundo fingiendo. La máscara está ahí, pero cómo quitarla, cómo el hombre puede dejar de actuar como un actor de telenovela ante el mundo, es la gran interrogante.
La obra de Nietzsche sobre Zaratustra lleva el mensaje. Contiene la semilla: al superhombre. Pero la fenomenología de la poética de Bachelard no logra sembrar la semilla, ni siquiera permite un mensaje, una señal. La poética de Bachelard se coloca ante el mundo, no frente a la mente, a la imaginación y la imagen. No logra descubrir el verdadero problema de la ilusión, de la tenacidad del poeta, porque existen espacios profundos en el inconsciente humano que la imaginación no puede captar. Para captar esos espacios hay que despertar precisamente en el momento en que va ocurriendo el ensueño o, al menos, hay que estar consciente de hasta dónde llegamos con la imaginación, con el sueño, con la imagen, sin saber que aún estamos ausentes, que aún no hemos transformado la mente. A eso se refiere Shankara cuando decía que el mundo es maya, ilusión; con esta expresión indicaba que son la mente, la imaginación y la imagen, los maya. Imaginamos el mundo, no su realidad. Pero aun así, para Shankara, como para Bachelard, la imaginación constituye un instrumento clave para revelar la máscara, no para quitarla. En este sentido, Lezama concuerda con Bachelard y niega a Shankara: la imaginación es la única realidad posible.
Pero si preguntáramos a Kabir, al poeta hindú, no estaría de acuerdo con Bachelard ni con Lezama. Diría que el poeta no puede limitarse a sacar a flote los instintos reprimidos y que la imaginación no es un medio en sí, sino un fin para alcanzar el despertar de la conciencia. Un fin para saber quién es ese que puede recordar a tiempo que un ensueño es un sueño, una imagen. Para Kabir, la imaginación es un canal natural de la mente humana, por el cual se puede ascender al estado de no ensoñación. Kabir dice:
Este poema va mas allá de la concepción freudiana del inconsciente y de los instintos reprimidos de la ensoñación; intenta señalar que el Sadhu, el soñador, el poeta en verso, la imagen y la imaginación, deben ser trascendidos. Ni el soñador ni lo soñado deben permanecer como voluntad representacional, sino solo el testigo, ese que sabrá el último momento, la claridad con que la verdad se revelará: la realidad no es un proceso del soñar. La realidad es la realidad y el soñar es soñar. El soñar la realidad, como dice Bachelard –y Bachelard es uno de los más grandes sadhu de la Historia, al igual que Lezama--, es un compromiso de enmascaramiento. “Estamos –dice Bachelard entusiasmado-- en el siglo de la imagen. Para bien o para mal, sufriremos más que nunca la acción de la imagen”. Y es verdad, estamos frente al mundo. Por eso soñar es una forma de enmascararse, de protegerse ante el mundo, y esto es lo que plantea en resumen el sistema poético del mundo de Lezama, por el cual también se pone al descubierto al hombre bajo la influencia de la droga del enmascaramiento. Demostrar a través de la imagen. Elegir la imagen. Ya que este demostrar eligiendo estar enmascarado es, suficientemente, una droga escritural, un alucinante de la mente.
Bachelard, como Lezama, estuvo drogado, permaneció bajo los efectos de la imaginación escritural. Ambos soñaron con la escritura, y por eso se dice con acierto que la poética de Lezama es sobre el cuerpo. Los efectos alucinantes provocados por la ensoñación al cuerpo de Lezama estimulaban su escritura. Una escritura para argumentar y narrar. Un discípulo de Lezama, Reinaldo Arenas, se drogó tanto con una escritura política, pedestre, del cuerpo, que terminó suicidándose.
El cuerpo reacciona ante el mundo, porque en el cuerpo es donde habita la mente; del cuerpo salen las imágenes. Entre el cuerpo y las imágenes se revela un proceso sutil, según Freud, de repulsa, de malestar cultural. Nada en el mundo sucede, es en el cuerpo donde se van sucediendo las cosas, solo que el mundo se convierte en una pantalla para proyectarlas. Y este es el punto: tanto Bachelard como Lezama responden ante el mundo: sus cuerpos son afectados por el mundo ilusorio que es la imagen, pero esta tiene que ser proyectada en el mundo. La idea de una teleología insular para la cultura cubana que Lezama postula en sus primeros años de labor investigativa, surge de este descuido ante el mundo, ante la insularidad. Y esta idea drogó sus primeros pasos.
El hombre se ha drogado hasta el fondo bajo la influencia de la imaginación. Toda la literatura de ficción es una sutil droga imaginativa. Pone en evidencia la máscara, pero no sugiere como quitarla. Recuerdo a Rayuela, novela de Cortázar. Más que una narración de estilo es un esfuerzo por desembarazarse de la escritura del cuerpo, como ente pasivo de lectura. Es una especie de imagen para crear una nueva realidad entre el autor y el lector, una comunicación crítica y no pasiva. Pero en el fondo sigue siendo una droga que mutila la capacidad trascendente del lector, porque el lector para Cortázar sigue siendo el mundo. Y no existe una droga más eficiente que la imaginación. Caes en ella y nunca jamás podrás tener un atisbo de atención, una verdadera comunión con la realidad. Me permito citar a Borrero García en extenso:
En efecto, una imagen es una imagen del sujeto, de sus recuerdos más ancestrales, penetrar en su archivo akasico, llegar incluso hasta vidas anteriores a esta. ¿Qué pudo haber hecho el escritor inconscientemente que ahora descansa verdaderamente sobre este archivo de palabras? Cuando escribimos no caemos en la cuenta de la ensoñación y nos olvidamos de nosotros mismos una vez más. De modo que cuando la imagen se transforma en escritura, en un desmembrar al cuerpo, caemos en un segundo nivel de ensoñación. No sabemos quién nos guía, quién es realmente el que escribe. La escritura también se presenta entonces como una forma sutil de ensoñación. Por eso digo que es una droga, una droga para soñar mejor. Escribimos porque necesitamos soñar. De suceder un atisbo de atención, de darnos cuenta quién es ese que escribe realmente, la escritura se detiene. Ese detenerse es la belleza, el arte de descubrir todo proceso de domesticación, de lucha, según Nietzsche, entre el domesticador y domesticado. Por eso Bachelard dice poéticamente –y suscribo al ensayo poético como un estupefaciente genial de la antropología humana--: “¿Cómo puedo soñar mientras escribo? Son de la pluma los sueños. La página en blanco le da el derecho a soñar. Soy un soñador de palabras, de palabras escritas”.
Hay un espacio para que la imagen sea habitada. Y en esa habitación vive la ensoñación del poeta. Una imagen en manos de un poeta como Lezama es todopoderosa para desenmascarar la obediencia del hombre. Pero no es una imagen del futuro. Lezama no se representa como una imagen futura, no se representa como un poeta en actos. Alude a una resurrección, pero es imaginada, soñada. Hay niveles de ensoñación; no solo el hombre sueña con los deseos reprimidos, con el amor, el sexo, la angustia, la vida, el arte y la muerte. La literatura está llena de esos deseos, por eso amontona tantos libros. La literatura es deseo reprimido, escritura que no se detiene. La literatura no ha conocido el arte de la escritura, el arte de detenerse. Pero el hombre sueña también con la posibilidad de ser un dios, con la posibilidad ausente, el problema es que no lo recuerda claramente. La conciencia es tan difusa cuando estamos despiertos que no alcanza a recordar ese nivel del sueño. Por eso se tuvo que inventar la creencia en Dios. Estos sueños se le presentan confusos, borrosos y no alcanzan a ser aclarados; más bien se confunden con los deseos reprimidos y con una alta literatura que se dinamiza en la escritura.
El Zaratustra de Nietzsche es un caso excepcional. Habla de esa posibilidad ausente que está más allá de los deseos reprimidos, lejos de cualquier imagen. Anuncia la realidad de la ensoñación y, en el momento de recordar claramente la posibilidad ausente, la subjetividad despierta a la realidad, porque no existe un fenómeno tan atómico, tan cuántico, como éste que permite pasar súbitamente del sueño a la realidad. No hay imagen posible. Zaratustra dice al final de su encuentro con el mundo, en el momento de despedida, que hasta Zaratustra tiene también que desaparecer. Y este es el mensaje de una poética de la ensoñación: que tanto el soñador como lo soñado deben desaparecer: debe quedar el poeta en actos. No hay espacio ni para la imaginación ni para la imagen. La imagen es una dualidad del todo.
Lezama elige la imagen, por eso su poética es racional y aristotélica en el fondo. Pudo construir un sistema poético del mundo porque eligió una parte, eligió a la imagen como posibilidad. De la imagen a la metáfora, de esta al poeta y de éste al poema. Un suceso lógico. Pero Kabir afirma otra posibilidad. Afirma que si trascendemos la imaginación, y por ende la imagen, llega la posibilidad de soñar claramente con Dios, con lo que no tiene imagen.
La imaginación y la imagen no son aspectos negativos de la percepción humana, pero aferrarse a ellos puede derivar en obstáculo definitivo para el total crecimiento humano. No como sueño, sino como realidad. Kabir no solo supo llevar en un tiempo la máscara, el recuerdo, la imagen poética, sino que se liberó. No eligió. Sus poemas no eligen, sino liberan. En esa liberación desapareció la mente imaginativa y el mundo estalló en realidad. Liberarse es la posibilidad ausente de imagen, porque cuando la imagen persiste el soñador está en escena. El ego, el poeta en verso, persisten.
Desde luego, lo que parecía estar sucediendo mientras soñaba es que no existía nadie dentro del sujeto para informar: ¡Pare, lo que sucede es un sueño, algo que no es real! La falta de alguien dentro del sujeto que avise en el momento en que se está produciendo la ensoñación, ha provocado la aparición de un tipo de poeta, de una forma imaginativa de construir imágenes, símbolos, metáforas “creadoras de realidades”. La ensoñación sucede como tal en el cuerpo, surte efecto sobre él, provoca cierta alteración en el ritmo biológico y en el funcionamiento de la mente, pero no es después del sueño, con la vigilia, que el sujeto recuerda que ha sido un ensueño lo sucedido.
El origen oculto del concepto sujeto –histórico-social-- proviene de esa alteración, del recuerdo de cosas sucedidas involuntariamente. Por eso muchas personas, debido a esta imposibilidad de despertar durante el ensueño, ante la expectativa de un suceso no controlado, colectan innumerables experiencias ensoñadoras; elaboran hasta un diario sobre experiencias soñadas. A partir de ese substrato involuntario, Berkeley desarrolló toda una teoría sobre la ensoñación y dijo que “el mundo es sueño”; el mundo es maya: lo que soñamos es la auténtica realidad. Calderón de la Barca expresó en verso: “la vida es sueño”, y, debido a esa falta de posición aclaratoria de voluntad ante la ensoñación, convirtió en objeto la poética, dando origen al romanticismo.
Al proponerse una teoría sobre la ensoñación, una explicación de por qué el mundo es maya, se comenzó a perder el sentido natural de la existencia del sueño. Shankara, el filósofo hindú y creador de esta visión maya del mundo, no dice que el mundo es maya, ilusión e irrealidad, sino que el mundo que habita en la mente del hombre, sistema de creencias que proyecta al mundo, es el que es maya, ilusorio y falso. No es el mundo quien es maya, sino la mente humana. Shankara no proponía una teoría, una retórica, sino una visión transformadora de la mente humana; decía: “no trates de cambiar el mundo, trata de cambiarte tú, y para ello no existe teoría posible”.
Pero lo sucedido en la literatura se estructuró a partir del presupuesto berkeliano: intentar cambiar el mundo, porque el mundo es lo ilusorio, maya, una tragedia. Goethe, una mente maya, creyó en la ilusión del mundo y produjo el emblemático Fausto. El sustrato de la literatura se levanta sobre la base de que el mundo es ilusorio y entonces hay que narrarlo. Hay que poner en evidencia la tragedia del mundo. Por eso Proust es paradójico como en las aventuras de Alicia en el país de las maravillas; según él, “vale más soñar la propia vida que vivirla, aunque vivirla es también soñarla”. Nietzsche, en cambio, es como una semilla, un poeta que se contiene a sí mismo en múltiples dimensiones: dice que Zaratustra es un poeta, una cumbre, un dios que ríe y un dios que baila y canta porque el soñar no le estorba. Zaratustra ha dejado de ser un poeta en verso y se ha convertido en un poeta en actos.
Las acciones eternas de un poeta, de alguien que ha dejado de soñar, que sabe, preocuparon el intelecto de un escritor como José Martí. A su llegada a Estados Unidos siente la culpa: “En un estante tengo amontonada hace meses toda la edición –porque como la vida no me ha dado hasta ahora ocasión suficiente para mostrar que soy un poeta en actos, tengo miedo de que, por ir mis versos a ser conocidos antes que mis acciones, vayan las gentes a creer que solo soy, como tantos otros, poeta en versos--. Y porque estoy todo avergonzado de mi libro –le escribe a Mercado sobre su libro de versos--, y aunque vi todo eso que él cuenta en el aire, me parece ahora cantos mancos de aprendiz de musa, y en cada letra veo una culpa”. Nunca más Martí hablará de lo que significaba para él un poeta en actos. No era necesario hablar de ello. Había que estar allí para presenciarlo.
No creo que Martí estuviera haciendo referencia a una imagen estrecha y, por ende, a una fenomenología, o proponiendo un sistema poético a partir de la consideración del cuerpo. Los actos de un poeta no pueden ser letra muerta, espacios imaginados, como señalar que el mundo es una tragedia. El espacio de un poeta no debe ser únicamente la casa, sus interiores, dentro y fuera. Sin embargo, Flaubert ironizaba lamentándose a sí mismo entre lo grotesco y lo íntimo, llevándolo a “soñar largamente”. El soñar es un apéndice de que el mundo es maya. Un poeta merece ser leído porque las imágenes figurarán como incógnitas de la otra orilla, del otro polo de la vida que es la muerte. Pero la conexión con esa otra orilla lo alejaba de esta. ¡La mente es maya! ¿Quién en realidad es maya, sueño, la mente o el mundo?
Dostoievski, sin embargo, es más cauto; está más consciente del asunto al preguntarse en boca de uno de sus personajes: “¿Y ya con qué voy a soñar, cuando he sido tan feliz despierto?”. Cuando deja de soñar, en Dostoievski las dos orillas se esfuman, pero no sabe quién queda a sus efectos. Y esta es la paradoja a la que la literatura que abre el siglo XX se enfrentará. No sabe quién es maya, ilusión y sueño. Entonces una fenomenología de la ensoñación se impone, una construcción sistémica de la poética del mundo se impone.
En resumen, Gastón Bachelard tiene razón cuando suscribe que el hombre es un ser soñador por antonomasia: “la primera tarea del poeta es desanclar en nosotros una materia que quiere soñar”. Claro está, sin tener en cuenta todo el proceso formativo de la ensoñación. Siguiendo a Proust y valiéndose de Freud, de sus investigaciones sobre el inconsciente y los sueños, elaboró toda una fenomenología de la ensoñación. Un poeta es alguien que sueña, alguien que está comprometido en poner al descubierto las secuelas de los instintos reprimidos, formas verdaderamente representativas del hombre ante el mundo. Un poeta viene dado a desenmascarar al hombre ante el mundo, ante su tragedia. Por tanto, soñar, imaginar, beber en la imagen, no es un acto, sino argumentación metafórica y simbólica que permite desenmascarar formas de vida del hombre ante el mundo.
Un poeta, en la definición de Bachelard, es alguien que conoce, entonces, la verdad del mundo. Y toda fenomenología es sobre el mundo, no puede ser sobre la mente, porque la mente es quien crea la fenomenología. La mente crea los instrumentos para conocer el mundo. Igualmente sucede con todo sistema –poético, filosófico-- de conocimiento: es sobre el mundo. ¿Hasta dónde se extiende esa verdad? La verdad de que el hombre se presenta ante el mundo con una máscara. El hombre vive ante el mundo fingiendo. La máscara está ahí, pero cómo quitarla, cómo el hombre puede dejar de actuar como un actor de telenovela ante el mundo, es la gran interrogante.
La obra de Nietzsche sobre Zaratustra lleva el mensaje. Contiene la semilla: al superhombre. Pero la fenomenología de la poética de Bachelard no logra sembrar la semilla, ni siquiera permite un mensaje, una señal. La poética de Bachelard se coloca ante el mundo, no frente a la mente, a la imaginación y la imagen. No logra descubrir el verdadero problema de la ilusión, de la tenacidad del poeta, porque existen espacios profundos en el inconsciente humano que la imaginación no puede captar. Para captar esos espacios hay que despertar precisamente en el momento en que va ocurriendo el ensueño o, al menos, hay que estar consciente de hasta dónde llegamos con la imaginación, con el sueño, con la imagen, sin saber que aún estamos ausentes, que aún no hemos transformado la mente. A eso se refiere Shankara cuando decía que el mundo es maya, ilusión; con esta expresión indicaba que son la mente, la imaginación y la imagen, los maya. Imaginamos el mundo, no su realidad. Pero aun así, para Shankara, como para Bachelard, la imaginación constituye un instrumento clave para revelar la máscara, no para quitarla. En este sentido, Lezama concuerda con Bachelard y niega a Shankara: la imaginación es la única realidad posible.
Pero si preguntáramos a Kabir, al poeta hindú, no estaría de acuerdo con Bachelard ni con Lezama. Diría que el poeta no puede limitarse a sacar a flote los instintos reprimidos y que la imaginación no es un medio en sí, sino un fin para alcanzar el despertar de la conciencia. Un fin para saber quién es ese que puede recordar a tiempo que un ensueño es un sueño, una imagen. Para Kabir, la imaginación es un canal natural de la mente humana, por el cual se puede ascender al estado de no ensoñación. Kabir dice:
Dime hermano, ¿cómo puedo renunciar a maya?
Desaté los lazos de mis cintas,
pero mantuve las ataduras del vestido que me cubría.
Me liberé de las ataduras del vestido, pero cubrí mi cuerpo con pliegues.
Así, al renunciar a la pasión,
veo que la ira continúa envolviéndome;
que al renunciar a la ira, perdura en mí el deseo;
que cuando he vencido el deseo, subsisten el orgullo y la jactancia:
que cuando la mente se libera y rechaza la ilusión,
todavía se aferra a la letra.
Dice Kabir: “Escucha mi querido Sadhu,
raramente se encuentra el verdadero camino”.
Desaté los lazos de mis cintas,
pero mantuve las ataduras del vestido que me cubría.
Me liberé de las ataduras del vestido, pero cubrí mi cuerpo con pliegues.
Así, al renunciar a la pasión,
veo que la ira continúa envolviéndome;
que al renunciar a la ira, perdura en mí el deseo;
que cuando he vencido el deseo, subsisten el orgullo y la jactancia:
que cuando la mente se libera y rechaza la ilusión,
todavía se aferra a la letra.
Dice Kabir: “Escucha mi querido Sadhu,
raramente se encuentra el verdadero camino”.
Este poema va mas allá de la concepción freudiana del inconsciente y de los instintos reprimidos de la ensoñación; intenta señalar que el Sadhu, el soñador, el poeta en verso, la imagen y la imaginación, deben ser trascendidos. Ni el soñador ni lo soñado deben permanecer como voluntad representacional, sino solo el testigo, ese que sabrá el último momento, la claridad con que la verdad se revelará: la realidad no es un proceso del soñar. La realidad es la realidad y el soñar es soñar. El soñar la realidad, como dice Bachelard –y Bachelard es uno de los más grandes sadhu de la Historia, al igual que Lezama--, es un compromiso de enmascaramiento. “Estamos –dice Bachelard entusiasmado-- en el siglo de la imagen. Para bien o para mal, sufriremos más que nunca la acción de la imagen”. Y es verdad, estamos frente al mundo. Por eso soñar es una forma de enmascararse, de protegerse ante el mundo, y esto es lo que plantea en resumen el sistema poético del mundo de Lezama, por el cual también se pone al descubierto al hombre bajo la influencia de la droga del enmascaramiento. Demostrar a través de la imagen. Elegir la imagen. Ya que este demostrar eligiendo estar enmascarado es, suficientemente, una droga escritural, un alucinante de la mente.
Bachelard, como Lezama, estuvo drogado, permaneció bajo los efectos de la imaginación escritural. Ambos soñaron con la escritura, y por eso se dice con acierto que la poética de Lezama es sobre el cuerpo. Los efectos alucinantes provocados por la ensoñación al cuerpo de Lezama estimulaban su escritura. Una escritura para argumentar y narrar. Un discípulo de Lezama, Reinaldo Arenas, se drogó tanto con una escritura política, pedestre, del cuerpo, que terminó suicidándose.
El cuerpo reacciona ante el mundo, porque en el cuerpo es donde habita la mente; del cuerpo salen las imágenes. Entre el cuerpo y las imágenes se revela un proceso sutil, según Freud, de repulsa, de malestar cultural. Nada en el mundo sucede, es en el cuerpo donde se van sucediendo las cosas, solo que el mundo se convierte en una pantalla para proyectarlas. Y este es el punto: tanto Bachelard como Lezama responden ante el mundo: sus cuerpos son afectados por el mundo ilusorio que es la imagen, pero esta tiene que ser proyectada en el mundo. La idea de una teleología insular para la cultura cubana que Lezama postula en sus primeros años de labor investigativa, surge de este descuido ante el mundo, ante la insularidad. Y esta idea drogó sus primeros pasos.
El hombre se ha drogado hasta el fondo bajo la influencia de la imaginación. Toda la literatura de ficción es una sutil droga imaginativa. Pone en evidencia la máscara, pero no sugiere como quitarla. Recuerdo a Rayuela, novela de Cortázar. Más que una narración de estilo es un esfuerzo por desembarazarse de la escritura del cuerpo, como ente pasivo de lectura. Es una especie de imagen para crear una nueva realidad entre el autor y el lector, una comunicación crítica y no pasiva. Pero en el fondo sigue siendo una droga que mutila la capacidad trascendente del lector, porque el lector para Cortázar sigue siendo el mundo. Y no existe una droga más eficiente que la imaginación. Caes en ella y nunca jamás podrás tener un atisbo de atención, una verdadera comunión con la realidad. Me permito citar a Borrero García en extenso:
Lezama tenía una fe desbordada en la imagen, al extremo de afirmar que “creo que la imagen es una forma de diálogo, una forma de comunicación. Si desapareciera la imagen, que es una de las formas más expresivas del diálogo, el mundo quedaría en tinieblas, y no podríamos casi ni expresarnos. Yo no creo que haya que establecer un dualismo entre imagen y realidad. La imagen es la misma realidad y lo que alcanzamos de la realidad es la imagen. Si no fuera por eso el mundo sería intocable e indefinible, y una especie de ceguera tenebrosa rodearía la naturaleza haciéndola imposible a su penetración al hombre”.
Desde luego, una cosa es la imagen, pensada y magnificada por el poeta, y otra esa imagen puntual que nos reporta esa repentina “ilusión de movimiento” gracias al uso de artefactos cada vez más sofisticados que nos prometen retratar la realidad “tal como es”, aunque en verdad uno sabe que lo que se está viendo en pantalla es la realidad “tal como se piensa que es”, pero que en modo alguno garantiza fidelidad al incesante e invisible devenir de esa realidad.
Muchos han sabido captar cuánto de engañoso hay en esa operación de aparente rescate fotográfico de la realidad. Una imagen, en manos de un poeta, es todavía un misterio, algo que nos sugiere todo un universo de sorpresas y deslumbramientos por llegar; una imagen poética es justo aquello que no se ve, sino que nos descubre en una nueva dimensión; en cambio, una imagen en manos de un fotógrafo poco sensible es casi siempre una postal con muchos colorines, una mezcolanza bastante cursi de aspiraciones egocéntricas que confunde lo bello con lo bonito, y el congelamiento del instante vivido con lo trascendente, con lo que merece perdurar. La apología estéril de la copia de la copia.
Desde luego, una cosa es la imagen, pensada y magnificada por el poeta, y otra esa imagen puntual que nos reporta esa repentina “ilusión de movimiento” gracias al uso de artefactos cada vez más sofisticados que nos prometen retratar la realidad “tal como es”, aunque en verdad uno sabe que lo que se está viendo en pantalla es la realidad “tal como se piensa que es”, pero que en modo alguno garantiza fidelidad al incesante e invisible devenir de esa realidad.
Muchos han sabido captar cuánto de engañoso hay en esa operación de aparente rescate fotográfico de la realidad. Una imagen, en manos de un poeta, es todavía un misterio, algo que nos sugiere todo un universo de sorpresas y deslumbramientos por llegar; una imagen poética es justo aquello que no se ve, sino que nos descubre en una nueva dimensión; en cambio, una imagen en manos de un fotógrafo poco sensible es casi siempre una postal con muchos colorines, una mezcolanza bastante cursi de aspiraciones egocéntricas que confunde lo bello con lo bonito, y el congelamiento del instante vivido con lo trascendente, con lo que merece perdurar. La apología estéril de la copia de la copia.
En efecto, una imagen es una imagen del sujeto, de sus recuerdos más ancestrales, penetrar en su archivo akasico, llegar incluso hasta vidas anteriores a esta. ¿Qué pudo haber hecho el escritor inconscientemente que ahora descansa verdaderamente sobre este archivo de palabras? Cuando escribimos no caemos en la cuenta de la ensoñación y nos olvidamos de nosotros mismos una vez más. De modo que cuando la imagen se transforma en escritura, en un desmembrar al cuerpo, caemos en un segundo nivel de ensoñación. No sabemos quién nos guía, quién es realmente el que escribe. La escritura también se presenta entonces como una forma sutil de ensoñación. Por eso digo que es una droga, una droga para soñar mejor. Escribimos porque necesitamos soñar. De suceder un atisbo de atención, de darnos cuenta quién es ese que escribe realmente, la escritura se detiene. Ese detenerse es la belleza, el arte de descubrir todo proceso de domesticación, de lucha, según Nietzsche, entre el domesticador y domesticado. Por eso Bachelard dice poéticamente –y suscribo al ensayo poético como un estupefaciente genial de la antropología humana--: “¿Cómo puedo soñar mientras escribo? Son de la pluma los sueños. La página en blanco le da el derecho a soñar. Soy un soñador de palabras, de palabras escritas”.
Hay un espacio para que la imagen sea habitada. Y en esa habitación vive la ensoñación del poeta. Una imagen en manos de un poeta como Lezama es todopoderosa para desenmascarar la obediencia del hombre. Pero no es una imagen del futuro. Lezama no se representa como una imagen futura, no se representa como un poeta en actos. Alude a una resurrección, pero es imaginada, soñada. Hay niveles de ensoñación; no solo el hombre sueña con los deseos reprimidos, con el amor, el sexo, la angustia, la vida, el arte y la muerte. La literatura está llena de esos deseos, por eso amontona tantos libros. La literatura es deseo reprimido, escritura que no se detiene. La literatura no ha conocido el arte de la escritura, el arte de detenerse. Pero el hombre sueña también con la posibilidad de ser un dios, con la posibilidad ausente, el problema es que no lo recuerda claramente. La conciencia es tan difusa cuando estamos despiertos que no alcanza a recordar ese nivel del sueño. Por eso se tuvo que inventar la creencia en Dios. Estos sueños se le presentan confusos, borrosos y no alcanzan a ser aclarados; más bien se confunden con los deseos reprimidos y con una alta literatura que se dinamiza en la escritura.
El Zaratustra de Nietzsche es un caso excepcional. Habla de esa posibilidad ausente que está más allá de los deseos reprimidos, lejos de cualquier imagen. Anuncia la realidad de la ensoñación y, en el momento de recordar claramente la posibilidad ausente, la subjetividad despierta a la realidad, porque no existe un fenómeno tan atómico, tan cuántico, como éste que permite pasar súbitamente del sueño a la realidad. No hay imagen posible. Zaratustra dice al final de su encuentro con el mundo, en el momento de despedida, que hasta Zaratustra tiene también que desaparecer. Y este es el mensaje de una poética de la ensoñación: que tanto el soñador como lo soñado deben desaparecer: debe quedar el poeta en actos. No hay espacio ni para la imaginación ni para la imagen. La imagen es una dualidad del todo.
Lezama elige la imagen, por eso su poética es racional y aristotélica en el fondo. Pudo construir un sistema poético del mundo porque eligió una parte, eligió a la imagen como posibilidad. De la imagen a la metáfora, de esta al poeta y de éste al poema. Un suceso lógico. Pero Kabir afirma otra posibilidad. Afirma que si trascendemos la imaginación, y por ende la imagen, llega la posibilidad de soñar claramente con Dios, con lo que no tiene imagen.
La imaginación y la imagen no son aspectos negativos de la percepción humana, pero aferrarse a ellos puede derivar en obstáculo definitivo para el total crecimiento humano. No como sueño, sino como realidad. Kabir no solo supo llevar en un tiempo la máscara, el recuerdo, la imagen poética, sino que se liberó. No eligió. Sus poemas no eligen, sino liberan. En esa liberación desapareció la mente imaginativa y el mundo estalló en realidad. Liberarse es la posibilidad ausente de imagen, porque cuando la imagen persiste el soñador está en escena. El ego, el poeta en verso, persisten.