“Enfatizaba Talavera que la información más intrascendente puede ser sublimada por el objeto inductor si es convenientemente recibida por el receptor. El amor es información debidamente recibida, debidamente enviada. En este principio básico, inapelable en su generosidad, se apoyaría el prócer para dar a conocer el axioma de una década: El amor es flujo de información. Y también: El amor es un recibimiento” (Erótica, Galería de Próceres (VIII), página 96).
Frecuentemente, lo que los hombres llaman diálogo no constituye más que un encendido monólogo de quien se expresa, o “escucha”. Ya sea cuando emite sonidos, ya sea cuando calla, el ser tradicional se auto-secuestra en su monólogo. “Escucha” para refutar o replicar. Se expresa, mayormente, no con el objetivo de brindar o recibir información, sino de imponer un criterio, de primar. Elabora sus réplicas a medida que el discurso-otro, la información ajena, se despliega. Redondeando, en realidad no escucha lo que el otro habla, sino que, tras identificar el sujeto del discurso-otro –o tras creerse que lo ha identificado--, se apresta a rebatirlo mientras “escucha”. En su obsesión de primar cae en la trampa de la incomunicación, desperdicia el caudal comunicativo, informativo, generado en sociedad.
Unas culturas escuchan más que otras. Pero ese es tema de otro artículo. Lo que conviene aquí es precisar, primero, que no se escucha; segundo, por qué es determinante escuchar.
“El amor es flujo de información”, enfatiza Barnes Talavera, y con ello establece un criterio básico en Hedónica, que va más allá del lenguaje propiamente dicho y entronca con el Himeneo de la Refundación. Porque hablamos de información más que de palabras. Escuchando, pero escuchando efectivamente –no formalmente— enviamos un primer mensaje alentador al otro, al diferente: nos importas, eres importante, queremos saber de ti, aprender de ti. Una vez establecida esta pauta, fluye la información, la conexión queda establecida. El amor, la felicidad, la plenitud, son posibles.
Información, ya se sabe, es todo aquello que recibimos, u obtenemos, a manera de conocimiento. Un rostro huraño, o iracundo, constituye información aun cuando no esté expresada en palabras. Una caricia, un gemido, un bostezo. Este espacio de intercambio, el saber escuchar, el saber ver, sin interferencias del ego, del personaje prefabricado, es el que permite el flujo y con él, progresivamente, la entrega, la plenitud de la correspondencia.
¿Por qué el amor es flujo de información? Porque el verdadero amor es inocencia. Niñez. Goce. El personaje ha sido tirado, abandonado. El amante se ha desembarazado, por fin, de ese armatoste de hierro fundido, pesado e inoperante. Ya no representa un papel. Ahora Juega un papel. Está del otro lado, sin armas que interponer entre su espíritu y el espíritu del amor, que es entrega. Entonces recibe información y la aprecia, y la procesa. Ha adquirido ese don.
“Amor significa que no hay separación, ni dominio, ni actividad egocéntrica”, dice Jiddu Krishnamurti. Amor es placer de entregarse, algo capaz de fundirse con lo erótico, con lo hedónico, armoniosamente. En su rechazo del placer el maestro hindú se equivoca. Pero en su definición del amor da en la diana. “El amor sólo puede existir cuando está ausente el pensamiento del Yo y la libertad con respecto al Yo reside en el conocimiento propio”. Cuando se ha desechado al personaje de hierro y se aprecia, procesa y entrega información. Cuando el espíritu fluye.
Unas culturas escuchan más que otras. Pero ese es tema de otro artículo. Lo que conviene aquí es precisar, primero, que no se escucha; segundo, por qué es determinante escuchar.
“El amor es flujo de información”, enfatiza Barnes Talavera, y con ello establece un criterio básico en Hedónica, que va más allá del lenguaje propiamente dicho y entronca con el Himeneo de la Refundación. Porque hablamos de información más que de palabras. Escuchando, pero escuchando efectivamente –no formalmente— enviamos un primer mensaje alentador al otro, al diferente: nos importas, eres importante, queremos saber de ti, aprender de ti. Una vez establecida esta pauta, fluye la información, la conexión queda establecida. El amor, la felicidad, la plenitud, son posibles.
Información, ya se sabe, es todo aquello que recibimos, u obtenemos, a manera de conocimiento. Un rostro huraño, o iracundo, constituye información aun cuando no esté expresada en palabras. Una caricia, un gemido, un bostezo. Este espacio de intercambio, el saber escuchar, el saber ver, sin interferencias del ego, del personaje prefabricado, es el que permite el flujo y con él, progresivamente, la entrega, la plenitud de la correspondencia.
¿Por qué el amor es flujo de información? Porque el verdadero amor es inocencia. Niñez. Goce. El personaje ha sido tirado, abandonado. El amante se ha desembarazado, por fin, de ese armatoste de hierro fundido, pesado e inoperante. Ya no representa un papel. Ahora Juega un papel. Está del otro lado, sin armas que interponer entre su espíritu y el espíritu del amor, que es entrega. Entonces recibe información y la aprecia, y la procesa. Ha adquirido ese don.
“Amor significa que no hay separación, ni dominio, ni actividad egocéntrica”, dice Jiddu Krishnamurti. Amor es placer de entregarse, algo capaz de fundirse con lo erótico, con lo hedónico, armoniosamente. En su rechazo del placer el maestro hindú se equivoca. Pero en su definición del amor da en la diana. “El amor sólo puede existir cuando está ausente el pensamiento del Yo y la libertad con respecto al Yo reside en el conocimiento propio”. Cuando se ha desechado al personaje de hierro y se aprecia, procesa y entrega información. Cuando el espíritu fluye.