El “Concepto de la vida” o el “Sentido de la vida”. Fue el posible título que José Martí refirió en más de una ocasión para un libro que pensaba escribir sobre la naturaleza de la existencia humana, sobre el sentido de existir en el mundo, cuya base teórica dominara el entendimiento de las manifestaciones sociales y culturales del hombre moderno. En esa intención estaba el impulso de la obra de Schopenhauer y de Emerson, pero el libro nunca apareció. Martí debió posponerlo para un momento adecuado, pero éste nunca llegó.
Martí esperaba algo más del mundo, algo que el racionalismo y el positivismo intelectual cubano no podían entender. No satisfacían sus dudas. Dice en una ocasión excepcional: “porque cuando esté escaso de vida y no antes, con la suficiente vitalidad”… Es tan paradójica y al mismo tiempo tan esencial la opinión que rebasa la voluntad racionalista “de hacer”, de ese esfuerzo con que Lezama se identificó al proponernos desde los inicios de su quehacer intelectual que “lo difícil es estimulante”. Martí deja claro lo contrario: escaso de esfuerzo, mayor vitalidad. Esa es la propuesta esotérica que Martí entrevé al momento de abrirse las puertas de un nuevo siglo repleto de visiones racionalistas.
La paradoja plantea que sólo cuando estuviese escaso de vida se produciría la verdadera voluntad de escribir. De hecho, la vida, la energía vital, nuestra forma de existir en el mundo, le es impropia al conocimiento de cualquier escritura; la vida exige que se le viva en pleno goce vital. La vida es una experiencia vital. Pero cuando la vida se va haciendo escasa, cuando la voluntad de vivir va desapareciendo del cuerpo por pura naturaleza, entonces no queda más remedio que transferirla mediante el lenguaje. ¿Qué lenguaje? Cuando uno pasa miles de páginas intentando entender la vida de un escritor, de un político como Martí, y de pronto se topa con una frase como “de Cuba, ¿qué no habré escrito?: y ni una página me parece digna de ella: sólo lo que vamos a hacer me parece digno”, el mundo se viene abajo. Asumo que he leído en vano, porque Martí se proyecta desde entonces por el camino de la “entrega” sin el menor esfuerzo. La escritura deja de ser el medio por donde transportar el mensaje revolucionario. Ahora “yo soy el medio”, ahora “yo soy la voluntad de expresión”.
Esa voluntad asumida por los racionalistas, desde Varona hasta Mañach en el campo intelectual, y desde Mella hasta Fidel Castro en el plano político, se tradujo en el siglo XX como la voluntad de acción investida de un movimiento revolucionario cubano único. Una voluntad unidireccional, de destino y justificaciones, cuando Martí aspiraba a la “entrega” de la voluntad: entregarse él también a las fuerzas universales.
De modo que el centro de ese libro, la idea básica de ese texto martiano, estaba enfocado a desmitificar la posesividad de las convenciones humanas, el estado de inconsciencia, según la percepción martiana, de que el hombre moderno se hallaba alienado por la dualidad más burda, el colectivismo de masa y la mentalidad colectiva aplastada por la más absurda racionalidad de conocer la vida. El sociólogo cubano Roberto Agramonte, en su monumental obra Martí y su concepción del mundo, intentó reconstruir el libro, el proyecto que Martí nunca llevó a efecto. Quizás haya sido ese intento de Agramonte el único cuerpo sistemático coherente acerca de las ideas del Apóstol sobre el sentido de la vida. Aquí Martí es un pionero de las ideas que luego se gestaron de modo orgánico en el movimiento existencialista en Occidente.
Martí tenía algunas pistas acerca del secreto que se gestaba en el seno de la Sociedad Teosófica fundada en Estados Unidos en 1871 por la rusa Madame Blasvasky. Se trataba de producir mediante un experimento teosófico la encarnación de un cuerpo viviente del Buda; es decir, se esperaba en cualquier momento la llegada a la tierra de Maytreya, el amigo. Al descubrirse el hecho de que el hombre perdió en un determinado momento de la evolución el contacto con su naturaleza, de que un Buda naciera rara vez, se creó una legendaria tradición esotérica tanto en el mundo occidental como en el oriental para guardar y trasmitir el secreto acerca de la posibilidad de que el hombre recobrara su estado natural. Esa tradición esotérica en el mundo judío fue iniciada por los Esenios, de cuyo grupo nació Cristo.
Por otra parte, en Occidente los Rosacruces fueron un antiguo grupo de 144 miembros que dieron inicio a una tradición esotérica basada en la ética del cristianismo. Luego después la masonería simbólica agrupó, dentro de la tradición esotérica en Occidente, la mayor cantidad de adeptos. Todas las tradiciones esotéricas tenían en el fondo, en su estado original, un fin común: devolverle al hombre su estado natural, visualizar el sentido de la vida. En la historia de los intereses creados puede verse cómo el hombre fue confinado a vivir fuera de su estado natural. Pero al escamoteársele tal requisito humano, el hombre tuvo que hacerse de un ego, de una entidad falsa para poder sobrevivir: la voluntad de vivir. Por eso toda la historia humana, que cuenta desde el primer Adán hasta el último de hoy día, es la historia de la evolución del ego, de esa voluntad.
Hay muchos aspectos en esta dirección, en la obra de Martí, que no han sido tomados en cuenta debido a las justificaciones del pensamiento racionalista: uno, que fuese el primero y quizás el único en haber intentado una síntesis entre el pensamiento místico y el pensamiento político y social. Quizás Martí sea el único de los grandes humanistas de América en ver la necesidad de crear una síntesis entre lo que constituye el conocimiento sobre el misterio de la vida, la ciencia política y la antropología social. Y digo síntesis en el sentido de que el pensamiento místico debe trabajar dentro de las fuerzas políticas y sociales. Debe trabajar desde el poder. De ahí las paradojas martianas. Una de ellas, quizás la más controversial, es la de la “guerra sin odio”.
Otra, es que la naturaleza del misticismo puede trabajar fuera de los medios del poder político y social. Nunca vemos al místico trabajando desde dentro del poder político. Esta idea nunca pudo ser concebida dentro de ninguna tradición esotérica. Pero Martí se proponía realizarlo: “en mis horas soy místico, en mis horas soy estoico”. El propio Emerson, cuya obra ensayística posee una gran dosis de misticismo oriental y cristiano, se desvinculó a su debido tiempo de esa tradición para llevar a cabo su empresa intelectual. Emerson ha sido la figura pionera en el desarrollo del misticismo americano, en el desarrollo de que el progreso humano, al lograr el contacto con la naturaleza perdida, debe conseguirse individualmente, sin la ayuda de nadie. Pero este misticismo emersiano no tuvo una gran resonancia en los círculos de la sociedad norteamericana y devino una corriente de psicología pragmática de cuya tendencia nació un William James, quizás el primero de los grandes psicólogos en vincular el conocimiento místico con la dimensión cognoscitiva de la psicología moderna. De ahí su renovador concepto de Conciencia, la conciencia oceánica.
Sin embargo, en América se hicieron populares las logias masónicas. El camino del místico no prosperó y los hombres fueron aglutinándose --y la mentalidad tiene que ver mucho en esto-- en cofradías de hermandad para ganar mediante escrituras y ritos el conocimiento supremo. A pesar de que fue un iniciado en una logia masónica española, Martí no simpatizaba con el camino colectivo, con la liturgia del llamado Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Pues al final del grado, éste constituía una novedosa y sutil esclavitud. Hubo un tiempo en que la masonería, apunta Ragon, cuando se introdujo el rito Misraim, se apoyaba en el camino individual. Para la masonería cada cual tenía su camino señalado. Pero vino la época en que los racionalistas la invadieron. La liturgia del Rito Escocés Antiguo y Aceptado vino a introducir el aristotelismo en el pensamiento masónico y con él se deslizó el engaño de su esencia oculta.
Martí, quien conocía esos detalles rigurosamente, se proponía algo práctico: la materialización de una “técnica”. Por eso nunca pudo escribir el libro anhelado. La voluntad necesita de “técnicas” para ser entregada. A falta de esa exigencia metodológica y práctica, para realizar la comprensión del “sentido de la vida”, Mañach pudo escribir lo único que tenemos como tratado filosófico “sobre la vida”. En Para una filosofía de la vida y otros ensayos, Mañach reactivó los conceptos más conspicuos de la tradición filosófica del existencialismo, intentando entregarnos un “sentido”. Pero nada en claro pudo darnos sobre la realización de la vida; nada de ella pudo ser vislumbrada. Fue el sentido oficial, no vivencial, lo que se produjo a través del derroche conceptual de la tradición existencialista. Asumo que era esa la propuesta del libro de Martí, destrozar el enfoque conceptual y escritural. Pero para qué hacerlo, si todo iba a ser entregado.
Martí esperaba algo más del mundo, algo que el racionalismo y el positivismo intelectual cubano no podían entender. No satisfacían sus dudas. Dice en una ocasión excepcional: “porque cuando esté escaso de vida y no antes, con la suficiente vitalidad”… Es tan paradójica y al mismo tiempo tan esencial la opinión que rebasa la voluntad racionalista “de hacer”, de ese esfuerzo con que Lezama se identificó al proponernos desde los inicios de su quehacer intelectual que “lo difícil es estimulante”. Martí deja claro lo contrario: escaso de esfuerzo, mayor vitalidad. Esa es la propuesta esotérica que Martí entrevé al momento de abrirse las puertas de un nuevo siglo repleto de visiones racionalistas.
La paradoja plantea que sólo cuando estuviese escaso de vida se produciría la verdadera voluntad de escribir. De hecho, la vida, la energía vital, nuestra forma de existir en el mundo, le es impropia al conocimiento de cualquier escritura; la vida exige que se le viva en pleno goce vital. La vida es una experiencia vital. Pero cuando la vida se va haciendo escasa, cuando la voluntad de vivir va desapareciendo del cuerpo por pura naturaleza, entonces no queda más remedio que transferirla mediante el lenguaje. ¿Qué lenguaje? Cuando uno pasa miles de páginas intentando entender la vida de un escritor, de un político como Martí, y de pronto se topa con una frase como “de Cuba, ¿qué no habré escrito?: y ni una página me parece digna de ella: sólo lo que vamos a hacer me parece digno”, el mundo se viene abajo. Asumo que he leído en vano, porque Martí se proyecta desde entonces por el camino de la “entrega” sin el menor esfuerzo. La escritura deja de ser el medio por donde transportar el mensaje revolucionario. Ahora “yo soy el medio”, ahora “yo soy la voluntad de expresión”.
Esa voluntad asumida por los racionalistas, desde Varona hasta Mañach en el campo intelectual, y desde Mella hasta Fidel Castro en el plano político, se tradujo en el siglo XX como la voluntad de acción investida de un movimiento revolucionario cubano único. Una voluntad unidireccional, de destino y justificaciones, cuando Martí aspiraba a la “entrega” de la voluntad: entregarse él también a las fuerzas universales.
De modo que el centro de ese libro, la idea básica de ese texto martiano, estaba enfocado a desmitificar la posesividad de las convenciones humanas, el estado de inconsciencia, según la percepción martiana, de que el hombre moderno se hallaba alienado por la dualidad más burda, el colectivismo de masa y la mentalidad colectiva aplastada por la más absurda racionalidad de conocer la vida. El sociólogo cubano Roberto Agramonte, en su monumental obra Martí y su concepción del mundo, intentó reconstruir el libro, el proyecto que Martí nunca llevó a efecto. Quizás haya sido ese intento de Agramonte el único cuerpo sistemático coherente acerca de las ideas del Apóstol sobre el sentido de la vida. Aquí Martí es un pionero de las ideas que luego se gestaron de modo orgánico en el movimiento existencialista en Occidente.
Martí tenía algunas pistas acerca del secreto que se gestaba en el seno de la Sociedad Teosófica fundada en Estados Unidos en 1871 por la rusa Madame Blasvasky. Se trataba de producir mediante un experimento teosófico la encarnación de un cuerpo viviente del Buda; es decir, se esperaba en cualquier momento la llegada a la tierra de Maytreya, el amigo. Al descubrirse el hecho de que el hombre perdió en un determinado momento de la evolución el contacto con su naturaleza, de que un Buda naciera rara vez, se creó una legendaria tradición esotérica tanto en el mundo occidental como en el oriental para guardar y trasmitir el secreto acerca de la posibilidad de que el hombre recobrara su estado natural. Esa tradición esotérica en el mundo judío fue iniciada por los Esenios, de cuyo grupo nació Cristo.
Por otra parte, en Occidente los Rosacruces fueron un antiguo grupo de 144 miembros que dieron inicio a una tradición esotérica basada en la ética del cristianismo. Luego después la masonería simbólica agrupó, dentro de la tradición esotérica en Occidente, la mayor cantidad de adeptos. Todas las tradiciones esotéricas tenían en el fondo, en su estado original, un fin común: devolverle al hombre su estado natural, visualizar el sentido de la vida. En la historia de los intereses creados puede verse cómo el hombre fue confinado a vivir fuera de su estado natural. Pero al escamoteársele tal requisito humano, el hombre tuvo que hacerse de un ego, de una entidad falsa para poder sobrevivir: la voluntad de vivir. Por eso toda la historia humana, que cuenta desde el primer Adán hasta el último de hoy día, es la historia de la evolución del ego, de esa voluntad.
Hay muchos aspectos en esta dirección, en la obra de Martí, que no han sido tomados en cuenta debido a las justificaciones del pensamiento racionalista: uno, que fuese el primero y quizás el único en haber intentado una síntesis entre el pensamiento místico y el pensamiento político y social. Quizás Martí sea el único de los grandes humanistas de América en ver la necesidad de crear una síntesis entre lo que constituye el conocimiento sobre el misterio de la vida, la ciencia política y la antropología social. Y digo síntesis en el sentido de que el pensamiento místico debe trabajar dentro de las fuerzas políticas y sociales. Debe trabajar desde el poder. De ahí las paradojas martianas. Una de ellas, quizás la más controversial, es la de la “guerra sin odio”.
Otra, es que la naturaleza del misticismo puede trabajar fuera de los medios del poder político y social. Nunca vemos al místico trabajando desde dentro del poder político. Esta idea nunca pudo ser concebida dentro de ninguna tradición esotérica. Pero Martí se proponía realizarlo: “en mis horas soy místico, en mis horas soy estoico”. El propio Emerson, cuya obra ensayística posee una gran dosis de misticismo oriental y cristiano, se desvinculó a su debido tiempo de esa tradición para llevar a cabo su empresa intelectual. Emerson ha sido la figura pionera en el desarrollo del misticismo americano, en el desarrollo de que el progreso humano, al lograr el contacto con la naturaleza perdida, debe conseguirse individualmente, sin la ayuda de nadie. Pero este misticismo emersiano no tuvo una gran resonancia en los círculos de la sociedad norteamericana y devino una corriente de psicología pragmática de cuya tendencia nació un William James, quizás el primero de los grandes psicólogos en vincular el conocimiento místico con la dimensión cognoscitiva de la psicología moderna. De ahí su renovador concepto de Conciencia, la conciencia oceánica.
Sin embargo, en América se hicieron populares las logias masónicas. El camino del místico no prosperó y los hombres fueron aglutinándose --y la mentalidad tiene que ver mucho en esto-- en cofradías de hermandad para ganar mediante escrituras y ritos el conocimiento supremo. A pesar de que fue un iniciado en una logia masónica española, Martí no simpatizaba con el camino colectivo, con la liturgia del llamado Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Pues al final del grado, éste constituía una novedosa y sutil esclavitud. Hubo un tiempo en que la masonería, apunta Ragon, cuando se introdujo el rito Misraim, se apoyaba en el camino individual. Para la masonería cada cual tenía su camino señalado. Pero vino la época en que los racionalistas la invadieron. La liturgia del Rito Escocés Antiguo y Aceptado vino a introducir el aristotelismo en el pensamiento masónico y con él se deslizó el engaño de su esencia oculta.
Martí, quien conocía esos detalles rigurosamente, se proponía algo práctico: la materialización de una “técnica”. Por eso nunca pudo escribir el libro anhelado. La voluntad necesita de “técnicas” para ser entregada. A falta de esa exigencia metodológica y práctica, para realizar la comprensión del “sentido de la vida”, Mañach pudo escribir lo único que tenemos como tratado filosófico “sobre la vida”. En Para una filosofía de la vida y otros ensayos, Mañach reactivó los conceptos más conspicuos de la tradición filosófica del existencialismo, intentando entregarnos un “sentido”. Pero nada en claro pudo darnos sobre la realización de la vida; nada de ella pudo ser vislumbrada. Fue el sentido oficial, no vivencial, lo que se produjo a través del derroche conceptual de la tradición existencialista. Asumo que era esa la propuesta del libro de Martí, destrozar el enfoque conceptual y escritural. Pero para qué hacerlo, si todo iba a ser entregado.