google.com, pub-9878019692505154, DIRECT, f08c47fec0942fa0 Cuba Inglesa: Para una historia del totalitarismo (II y final)

lunes, 10 de enero de 2011

Para una historia del totalitarismo (II y final)

por Juan F. Benemelis

Hay una semejanza entre las decisiones de Stalin y de Hitler: éste, como sabemos, utilizó trenes del ejército para aprovisionar los campos de la muerte con nuevas víctimas judías; menos se sabe que aquél reservó 40,000 vagones y 120,000 hombres de la NKVD para efectuar la deportación a Asia de los chechenos, los ingushes y los tártaros de Crimea, en febrero de 1944, cuando el Ejército Rojo carecía cruelmente de soldados y de medios de transporte. Parece absurdo, pero no; ambos organizaban su acción en tornó a un objetivo prioritario. Y es que, en el proyecto comunista, todas las voluntades individuales deben estar íntegramente sometidas a la voluntad del Partido, encarnado por su jefe; cualquier otra legitimidad que no sea la de su poder debe ser aniquilada. Esta exigencia explica el absurdo de organizar los procesos de Moscú; de matar, en nombre del comunismo, a los comunistas más convencidos.

Lenin y Hitler adoptaron, del darwinismo, la idea de la lucha sin cuartel como ley general de la vida y de la Historia. Toda vida es política, toda política es guerra. Lenin, gran admirador de Carl von Clausewitz, invirtió su máxima para afirmar: “La política es sólo una continuación de la guerra por otros medios”. Lenin --¿sin saberlo?-- estaba fundando el gran nacionalismo del siglo XX, pero en su visión estaba disimulado por “la revolución mundial”. Fue Stalin quien lo sistematizó en práctica y en teoría con “el socialismo en un solo país”.

La fórmula de Lenin, de que el comunismo era igual a la electricidad más el poder de los soviets, revela que el Estado comunista es una sociedad industrial donde los factores económicos desempeñan un papel preponderante. Pero también una sociedad sometida a un ideal ideológico, teológico, dispuesta a sacrificar su eficacia para salvaguardar el modelo.

Iosif Stalin persigue su objetivo considerando necesaria la destrucción de una seudo-clase, los kulaks, condenados deliberadamente al fusilamiento o a la muerte por hambre. En 1932-1933, Stalin decidió, a sangre fría, organizar el exterminio de seis millones de campesinos de Ucrania, del Cáucaso y de Kazajistán. Expresaría Lazar Kaganovich, un politburó de Stalin: “Debes pensar en la humanidad como en un gran cuerpo, pero que necesita permanente cirugía. ¿Debo recordarte que la cirugía no puede realizarse sin cortar las membranas, sin destruir los tejidos, sin hacer correr la sangre?” (Todorov, Tzvetan. Memoria del mal, tentación del bien. Ediciones Península. Barcelona, 2002).

El fracaso de la "revolución permanente" en los focos industrializados del planeta --la condición inexcusable para la construcción del comunismo--, desbancó al pensamiento marxista clásico. Lev Dadidovich Bronstein, alias “Trotsky”, y Zinoviev, se afanaron en exportar la revolución, lo único que los podía legitimar en el poder. Las revoluciones marxistas tuvieron como contexto a la atrasada periferia capitalista, no tocada por la ontología mercantilista, escenario ausente en los utópicos textos clásicos. Así se teorizó sobre la descomposición del sistema colonial, para privar al capitalismo mundial de sus materias primas vitales y de mercados, argumentando que el antagonismo principal ya no era entre burguesía y proletariado, sino entre naciones industrializadas y subdesarrolladas.

El Komintern era un instrumento al servicio del espionaje soviético como de su voluntad de expansión y hegemonía. En la Segunda Guerra Mundial, esta política salió a la luz del día cuando la Unión Soviética se anexionó vastos territorios de Rumania, Polonia y Finlandia, y los Estados bálticos. Naciones enteras, dentro de la Unión Soviética, fueron calificadas por Stalin como “enemigos de clase” y, por esta razón, oprimidos, deportados, o erradicados.

Podría añadirse que la política imperialista de la Rusia soviética se adornó siempre, también, con las más generosas intenciones. Así, cuando el Ejército Rojo invadió Polonia, en 1920, pudo leerse en una octavilla firmada por el general Mijaíl N. Tujachevski, el comandante del frente: “En la punta de nuestras bayonetas traemos, a las poblaciones laboriosas, la paz y la felicidad”. Veinte años más tarde, en septiembre de 1939, cuando aprovechando el pacto germano-soviético el ejército ruso ocupó la parte oriental de Polonia, el primer ministro soviético Molótov enarboló las mismas justificaciones: “El ejército de la libertad, [...] que lleva en sus banderas estas palabras sublimes: fraternidad de los pueblos, socialismo y paz, inició la campaña más justa que nunca haya conocido la humanidad”. Las conquistas que reivindican la ideología comunista se presentan pues, también, como un triunfo del bien.

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