Se ha dicho muchas veces, pero ya se sabe que si una mentira repetida mil veces puede convertirse en verdad, una verdad que no se repite un millón de veces puede llegar a ser olímpicamente ignorada. El canciller español Miguel Ángel Moratinos repite una y otra vez –acaba de hacerlo en el Parlamento de Madrid— que las recientes excarcelaciones de presos políticos cubanos son un resultado de su política de seis años de apaciguamiento y concesiones al régimen de los hermanos Castro. Nada que ver. Nada más lejos de la verdad. Las políticas de apaciguamiento de cara a regímenes delincuentes como el castrista nunca dan resultado. Ha sido la presión de la sociedad civil cubana, básicamente de la disidencia interna, la que ha forzado al régimen a buscar una salida. Y esa salida la ha encontrado en la Iglesia Católica y el inefable ministro de Exteriores español, meros vehículos a través de los cuales el gobierno se ha saltado a su interlocutor natural, a quien verdaderamente lo ha obligado a mover ficha.
Ha habido factores coincidentes, por supuesto. Uno de ellos, la profunda crisis económica que atenaza la Isla, agravada por la constatación de que la ubre chavista ya no está en condiciones de dar leche. O por lo menos no en las cantidades necesarias. Otro, la revolución tecnológica que desde hace tiempo tiene entre la espada y la pared al imaginario castrista. Una campaña como la de #OZT, por ejemplo, impensable apenas unos años atrás, ha contribuido considerablemente. O páginas web como la del Movimiento Mundial Solidaridad con Cuba, en permanente estado de denuncia y agitación. O la iniciativa de un importante grupo de artistas e intelectuales en Europa, la Plataforma de Españoles por la Democratización de Cuba. La lista de contribuyentes es larga. Pero indudablemente han sido la muerte en huelga de hambre de Orlando Zapata Tamayo, la valiente postura de su madre, el esfuerzo de las Damas de Blanco y el prolongado vía crucis de Guillermo Fariñas los que han forzado las excarcelaciones. Moratinos, como Chávez, debería callarse. Aunque no sea a instancias del Rey.